OTROS, 2: "AMIGOS"
- ¿Desde cuándo te importa lo que piensen de ti, reina?
- Desde que las reinas se casan con plebeyos –respondió Miguel, casi airado-. No soporto que se haya liado con ese niñato. De hecho, no sé por qué he venido. Sé que en cuanto les vea voy a soltar alguna inconveniencia, y no quiero hacer daño al pobre Raul, que no tiene la culpa de ser tonta. Sé, por mis 80 primas más cercanas, que casi nadie se salva de la Genética.
Ernesto y Javier aún no habían llegado, y Miguel y Luis callaron y miraron al unísono a la calle a través del ventanal, como si con ello fueran a conseguir que sus amigos se presentaran de una vez. Como si del poder de la mente se tratara, Javier les saludó desde la acera de enfrente.
- Llegas tarde, Meri –le dijo Luis mientras le acercaba una silla.
- Al menos no llego tarde a todo, como otras.
Luis no se dio por aludido; aún no entendía la mayoría de los comentarios más sarnosos de sus amigos gays, pero Miguel fulminó a Javier con un ojo bajo una ceja levantada y perfiladísima. A Luis le había costado 35 años, dos hijos y un divorcio admitir su homosexualidad, y el hecho de que los gays se pudieran casar no mejoraba su estado de pavor continuo. Sin embargo, a Javier le jodía sobremanera que Luis hubiera adoptado con tanta urgencia la peor de las poses. Y no soportaba que le llamaran Meri.
Luis tenía 16 años la primera vez que otro tío le masturbó. Estaba en casa de un compañero de instituto, revisando con él las revistas guarras de su hermano mayor. Su amigo dijo que estaba muy cachondo y se iba a hacer una paja. Luis, que la única polla dura que había visto era la suya, notó su corazón en las sienes. Afortunadamente para sus nervios, no tuvo que hacer ni decir nada, pues en cuanto se la sacó, su amigo ya le estaba masturbando. A pesar de haberse corrido tres veces, se pasó toda esa noche empalmado y dando vueltas en la cama, sudando.
Su padre, franquista y católico practicante, esperó a que Luis cumpliera los 18 para tener con él “la conversación”. Después de dos años de pajas y mamadas con varios amigos del instituto, por fin tuvo, sin haberla pedido, una confirmación fehaciente de lo que sus padres pensaban de aquella “aberración enfermiza”, de la que daban gracias a Dios por haber librado a su familia. Luis pasó tres años llorando por las noches, con un insomnio mediante el que veló todo ese tiempo a una persona que sabía que iba a morir. También los aprovechó para hacerse creer a sí mismo que todo aquello no había sido más que experimentación.
En la Universidad conoció a una chica que le hizo dormir como un tronco gracias a los continuados ejercicios sexuales a los que se entregó con ella en cuerpo y alma. Se casaron, tuvieron dos muñecos y fueron muy felices mucho tiempo. Pero un día, Cristina encontró, disfrazados entre la colección de rarezas de Madonna de Luis, varios dvd’s de porno gay. Después de diez años de sexo satisfactorio, ni siquiera relacionó aquellos discos con una posible homosexualidad de su marido, de quien estaba además segura de su completa fidelidad. Un morbo extraño. Todos los hombres tenían fantasías que no confesaban a sus mujeres. Pero una mujer ata cabos mejor que cualquier marinero, y a los cuatro meses pidió el divorcio, llevándose con ella la casa, un coche, a los niños, y un 37% del sueldo de Luis. Y con todo ello, se fueron su alegría y su seguridad. Otra vez era un aberrado enfermo.
- ¿Y Ernesto y los chicos? –preguntó Javier.
- Tina se estará poniendo mona. Ya sabes que no sale a la calle sin su manita de TitanLux.
Miguel siempre ponía la guinda a cualquier conversación. Para algo llevaba veintisiete años siendo la chica de compañía de todas las transformers de Madrid.
- Y los chicos estarán follando –dijo Luis-, como siempre que llegan tarde.
Aún no controlaba ciertas reacciones. Le reconcomía la envidia, ya que él era aún incapaz de ligar, y mucho menos follar, así porque sí. No podía evitar un rechazo atávico, aprendido de sus padres y su entorno juvenil, hacia todo lo que representaba la homosexualidad de puertas afuera. Al menos, para un enorme quesito de cualquier encuesta.
- Déjales que follen, encanto. Para algo están juntos.
- Ah. Pensé que la gente se juntaba para algo más. ¿No se supone que para follar tenemos los cuartos oscuros?
- Eso lo tendrás tú, so perra, que no sabes hacerlo de otra manera. Vé de vez en cuando a una sauna, que al menos los zorrones están limpios.
Miguel se estaba hartando de no ser él quien soltara las frases brillantes, así que se metió entre medias antes de que se sacaran los ojos.
- Uy, eso no quiere decir nada, nena. Tú siempre vas muy limpia, y sin embargo...
Ernesto –Tina para sus amigos- apareció en ese momento, cortando el comentario más que sarcástico y agresivo que quemaba la lengua de su amigo.
- Señoras y caballeros, llegó por fin su sueño erótico –dijo, sentándose en las piernas de Miguel.
- ¿Caballeros? –Miguel abrió mucho los ojos-. Creo que se equivoca, señora.
- Ya tuvo que abrir la boca, ella. Para una vez que vengo a veros contento y feliz. ¿Se te pudrirá la lengua algún día, mala hiena?
- Da igual, aprenderá a insultar con el lenguaje de señas –resolvió Javier.
- Y afortunadamente, ninguno de nosotros sabrá hablarlo –apuntilló Luis.
- Fucking faggots, os reconcome la envidia porque soy políglota.
A Miguel le solían escurrir los comentarios sobre él, a pesar –o quizás a causa- de que con su plumón era blanco fácil de la sorna maricona.
- Si, cariño, ya sabemos todas –puntualizó Ernesto mientras acercaba una silla- que con la lengua haces milagros en cualquier idioma.
- La verdad es que no me enteré de la cantidad de nacionalidades que hay hasta que follé con él.
Ernesto y Luis miraron a Javier como quien mira a una monja apoyada en cualquier pared de la calle Montera. Miguel volvió a fulminarle con la mirada, pero antes de que los demás se dieran cuenta de todo, espetó:
- No jures en vano, nena, que es pecado.
- ¿En vano? Cariño, nadie ha tratado a tu culo como lo hice yo. Cinco meses de tratamiento intensivo.
Ernesto no sabía cómo cerrar los ojos. Luis estaba un tanto perdido. Miguel ardía por dentro, pero el mal ya estaba hecho. Tenía ganas de hacer vudú directamente con los ojos de Javier.
- Todos tenemos pecados de juventud. ¿Nos vamos a confesar ahora? –Fue lo único que se le ocurrió.
Javier sonrió encantado. En realidad, su affaire había tenido lugar sólo hacía dos años. Miguel no podía soportar, como les pasa a las reinas de alcurnia, haberse enamorado hasta las trancas de un gayetero al uso. Porque Javier era su antítesis: masculino, musculoso, independiente, inteligente, atractivo y, sobre todo, inemparejable. Consciente de su belleza, su lema era “Pruébalos a todos antes de atarte. Otro podría ser mejor que el que tienes”.
Cuando Miguel le conoció en el gimnasio, se lo contó a sus 80 mejores amigas con el mismo comentario: “Si yo fuera la tetuda de Jacq’s, te juro que le estaría buscando a él”. Javier tenía entonces diecinueve años, y pasó unos cuántos ejerciendo de armarizado por el pánico a la reacción de su familia, a quienes adoraba. La familia terminó reaccionando fantásticamente, así que desde joven ejerció sin problemas de chulazo. Seis años después Miguel, sin querer reconocerlo, ni a sí mismo, olisqueaba las esquinas esperando localizar a Javier por su olor a macho. Éste, por supuesto, lo sabía, y aprovechó aquel momento para metérsela a Miguel hasta los pulmones, hacerle babear como loco, y poder abrir un local gracias a los contactos de “su novio” en el mundo del faranduleo cancaneril. Por supuesto, sus amigos no se enteraron de nada. Miguel no le dijo a nadie que había perdido la cabeza y el control de sus esfínteres por aquel hunk of a man. Javier mucho menos; no quería que nadie pensara que le gustaban las peluqueras. Cuando Javier empezó a tirarse a tres de los cuatro camareros de su bar, Miguel enloqueció. Cerró el salón de belleza y se fue un año a Los Angeles, según él para convertirse en el esteticista de las estrellas. Pero como las estrellas estadounidenses hacen gala de una total falta de estética, Miguel volvió a Madrid entre asqueado y avergonzado, reabriendo su “pelu” en loor de multitudes drag, muertas de envidia por su periplo americano, del que lo único que supieron fue que Julia Roberts tenía las orejas de soplillo y Tom Cruise el pelo de paja. Ambos datos sacados de una revista de cotilleos, por supuesto. En un año entero, no tuvo nada que ver con nadie relacionado, ni medianamente, con la industria cinematográfica.
- Bueno, bueno, encanto –susurró Ernesto al oído de Miguel- ¿Y es verdad que tiene la verga que dicen que tiene?
Lo sabía de sobra, pero una broma a tiempo...
- ¿Cómo? ¿Torcida y cabezona? Te equivocas, Tinita; eso no lo dicen de su polla, sino de él.
Javier le dio un empellón en un hombro.
- Pues a ti bien que te gustaba mamarla, so zorra.
- A mí no me insultas tú, mamarracho.
- ¿Ah, no? ¿Y por qué me pedías que lo hiciera cuando te daba por el culo?
- ¡Te voy a partir la cara, hijo de...! –gritó Miguel, mientras lanzaba un puño lleno de anillos hacia los dientes de Javier. Por supuesto, no tenía ni puta idea de cómo soltarle a alguien un puñetazo, y Ernesto tuvo tiempo de sobra para meterle un brazo bajo el codo y parar el movimiento en seco.
- ¿Qué haces, imbécil? –berreó Miguel, mientras Javier se descojonaba de risa y Luis huía hacia el servicio.
- Ya vale –respondió Ernesto, con los ojos convertidos en mares de relax.
- ¿Es que no ves lo que está haciendo?
- No veo nada, y he dicho que ya está –y lo remarcó levantando una ceja.
Ernesto, el Pacificador. Tina, la reina del masaje, el relax y el yoga. Tito, el chico-oreja que se había pasado toda la vida entre dos aguas por su fama de confesor.
Desde siempre, quizá por su mirada sincera, quizá por su aura relajante, todos sus amigos le habían contado sus intimidades. En la mayoría de los casos de rupturas y disputas había actuado como intermediario, escuchando atentamente los insultos de las partes, así como los respectivos cabreos y depresiones, finalizando siempre las consultas con sentencias inteligentes, que todos tomaban como simples opiniones pero que en el fondo eran, más que consejos, guías para una ruptura civilizada, o para el arreglo de la situación.
Gracias a él no se habían perdido para siempre multitud de amistades, y se habían creado grupos de amigos, e incluso parejas, que habían llegado a ser la envidia del todo Chueca.
Estaba orgulloso de ser como era. Y sus amigos estaban orgullosos de poder considerarse amigos suyos. Sólo tenía un problema: nadie le había considerado nunca como una posible pareja. Para todos se convertía, desde el principio, en la hermana mayor. A sus cuarenta y cuatro años, incluso en el padre, como le había pasado con Javier.
Por eso le extrañaba, incluso le molestaba, que ni Javier ni Miguel le hubieran contado nunca nada de aquel episodio. Le sorprendía no haberse dado cuenta él mismo de que aquello hubiera pasado. Aunque Miguel, evidentemente, no le había contado la verdad, sabía que su aventura americana era más una huída que otra cosa. De otra manera, no habría cerrado su negocio, lo habría dejado abierto para que prosperara al hacerse un nombre en Estados Unidos. Pero Miguel era muy suyo para todo lo que no fuera autobombo.
Javier, sin embargo... Aquello era harina de otro costal. El “niño” había empezado contándole los problemas que le daba su pene que es gigantesco, tío, se me asustan todos. De hecho, Ernesto tampoco había podido con aquello. Y no había parado nunca de contarle intimidades sexuales, románticas y familiares, planes, decepciones. Era, de hecho, la única persona que había llegado a hartarle un poco. ¿Cómo fue capaz de perderse aquellos cinco meses?
- Javier... –susurró, mirándole con ojos de jurado.
- ¡Vale, hombre! ¡Lo siento! Perdóname, Miguel, cariño...
En ese momento Luis se sentó en su silla y con un resoplido exclamó:
- Uff, qué bien se queda uno después de una buena meada.
- ¡Ja! A algunos les vuelve locos –aclaró Javier- Y si no, que se lo pregunten a... ¡Ah!
Le calló un buen pisotón de Ernesto. En cinco segundos, el silencio se hizo tan incómodo que todos empezaron a revisar bolsillos en busca de tabaco, chicles, o cacao para los labios.
Afortunadamente, les salvó la parejita. Entraron, como de costumbre, de la mano, con sendas sonrisas de oreja a oreja. Y como siempre, una hora tarde.
- Buenas tardes, amores –saludó Raul, todo dientes.
- Buenas tardes –recalcó Paco, buscando sillas para los dos.
Todos les miraron en silencio. Sólo Ernesto consiguió alzar milimétricamente las comisuras de sus labios.
- Bueno, señores –dijo Raul- mientras buscan ustedes palabras para mostrar su entusiasmo, me voy al servicio.
Paco, que ya se estaba sentando, reaccionó como un resorte nuevecito.
- Yo también, que estoy que no aguanto.
Y se fueron, de la mano, al sótano, a mear en estéreo, como prácticamente todo lo que hacían.
- ¡Mirales bien! –exclamó Miguel- Rambo vs Conan el Bárbaro, starring Marlene Dietrich y Rita Pavone.
Ernesto estiró la frente, cerró los ojos y soltó un bufido. Mala señal.
- Bueno, ya basta. Me tenéis entre todos hasta los cojones. ¿Es que no sois capaces de decir nada agradable? ¿Ni siquiera de vuestros amigos?
Miguel no daba su brazo a torcer.
- Bueno, a veces lo que decimos de ti es agradable.
Luis, que no sabía muy bien cuándo decir cosas graciosas con gracia marica, apuntilló:
- Pero sólo a veces, amor.
Ése era el momento en que Ernesto tendría que haber respondido algo inteligente y mordaz a Miguel, pero como Luis le había pisado su mini momento de gloria, se volvió a crear otro silencio más que violento.
- Hala, muchachos, vámonos –exclamó Raul, que ya volvía con su novio bajo el brazo-. ¿Preparados para un buen teatro?
Los cuatro pensaron que lo preguntaba con segundas. Pero también sabían que en Raul nunca había dobleces y, lo más importante, ni se olía lo que acababa de ocurrir.
Empezaron a levantarse mientras Raul hacía comentarios intrascendentes sobre la obra que iban a ver, protagonizada por uno de sus ex-novios, al que todos odiaban en silencio. Era un increíble vanidoso que se creía superior porque había estado nominado al Max y había actuado en Londres.
Raul y Paco se volvieron a coger de la mano y salieron del local antes que el resto.
- Raul, tío, les caigo fatal. ¿No te has dado cuenta? No han sido capaces ni de saludar. Seguro que me estaban despellejando cuando hemos llegado.
- No seas paranoico, bobín. –Raul le miró como si fuera su hijo de siete años levantándose de una caída en la bici nueva- No les caes mal. Es sólo que aún no te conocen mucho. Ya sabes lo que pasa en los grupos de amigos cuando uno trae a alguien de fuera, siempre hay un periodo extraño hasta que todo el mundo se conoce y se adapta.
- Vale, si tú lo dices..., pero yo creo que no les gusto ni un poquito.
Raul se paró en seco en medio de la acera y tironeó de Paco para acercarle a él. Le miró con una media sonrisa, le acarició el cuello y le besó suavemente los labios.
- Sinceramente, cariño, me importa un bledo lo que piensen.
Paco acomodó la cabeza en la mano que Raul mantenía sobre su hombro y suspiró.
- ¿Sabes que te quiero? –susurró Raul.
- No tienes que decirlo. Nunca nada ni nadie me habían hecho sentirme tan bien.
Paco volvió a suspirar. Le devolvió el beso casi en una caricia, y siguieron andando.
Los demás observaron la escena desde detrás de ellos. Luis aún se emocionaba al ver a dos hombres comportarse de esa manera abiertamente. Miró hacia otro lado y envidió a Paco por haber pillado al mejor tío que conocía.
Se habían conocido precisamente en un teatro, viendo una obra sobre un grupo de amigos gays que tienen un montón de monstruos en sus antiguos armarios; obra que los demás del grupo no quisieron ver por razones evidentes. En el vestíbulo del teatro, antes de entrar, Raul, con un cigarrillo colgando de los labios, se había acercado a él y le había dado un kleenex. Luis se tocó el bigote en busca de algo repugnante que limpiar, y Raul rió con la boca abiertísima y esa risa que se oía desde cualquier esquina de cualquier local, y que hacía sonreir estúpidamente a quien la oyera. Raul le conocía por unas fotos del grupo durante un viaje a Sitges al que él no había ido: Luis era el único que llevaba bañador en las fotos playeras. Estuvieron charlando de todos hasta que la obra empezó. Aprovecharon que el teatro estaba medio vacío para sentarse juntos. En la escena en que el joven y guapo ciego le pone los cuernos a su novio perfecto con el joven y guapo adonis, a Luis se le escapó un “¡No!” que a Raul se le clavó en el alma. En veinte minutos, Luis lloraba a moco tendido. Raul le susurró que ya podía sacar el kleenex, y Luis sonrió entre hipos.
Tres días después, estaban enrollados oficialmente.
Estuvieron casi diecisiete meses juntos, la relación más larga que Raul había mantenido con ninguno de los hombres del grupo. Había luchado durante años contra todo lo humano y lo divino para tener la vida que tenía: libre, tranquila, auténtica. Le había costado demasiadas peleas y no menos situaciones embarazosas llegar a ser un profesional respetado fuera del armario. Intentó de mil maneras hacer feliz a Luis, hacerle ver que sus terrores aprendidos se podían desaprender, que podía ser un buen padre sin tener en cuenta su sexualidad, que en el siglo XXI ya no se despedía a nadie por ser gay; en definitiva, que podía usar el armario para guardar ropa. Pero Luis aún estaba en trámites de divorcio, y era incapaz de dar un paso hacia el arco-iris. Raul sabía que le haría daño dejándole, pero la situación estaba llegando a límites ridículos, que incluso le hicieron replantearse todas sus bases ideológicas, al comprobar cómo podían vivir aquello algunas personas. Le dio tanto miedo perder lo que había conseguido, que finalmente cortó la relación. Luis lo pasó mal, porque pensaba que aquello era lo que quería: un hombre que le quisiera y que evitara que tuviera que deambular por los cuartos oscuros en busca de pollas conectadas a un corazón. Pero también sabía, aunque le doliera, que estaba coartando los movimientos de Raul, que no podía seguirle. Y sobre todo, que no estaba preparado en absoluto para la vorágine política y reivindicativa en que su novio estaba sumergido. Se querían, pero definitivamente no estaban hechos el uno para el otro.
- ¿Por qué os dejó a vosotros? –preguntó, sin venir a cuento. Miguel le miró como si le hubiera espetado un insulto directo delante de todos.
- Qué gilipollez. A mí no me dejó –escupió, dando por zanjado el asunto.
- Pues conmigo se equivocó –dijo Javier.
- Claro, linda, como todos.
Antes de que volvieran al ruedo, esos dos, Ernesto intervino:
- A mí me dejó porque en realidad no le amaba. Le quería, le respetaba, pero no le amaba. Le enseñé todo lo que yo sabía porque en cuanto le vi me di cuenta de que era inteligente y bueno, de que con sólo un empujoncito en el momento justo se convertiría en un triunfador. Y lo es, ¿no?
Pararon en un semáforo, y vieron cómo Raul y Paco se seguían alejando de ellos. Paco miró atrás de reojo y paró a Raul con la mano que llevaba metida en uno de sus bolsillos traseros. Raul hizo un gesto de apresuramiento con todo el cuerpo.
- El que sea un triunfador no significa que no se equivoque.
Javier lo dijo como si rezara. Pero Ernesto sabía:
- Javier, cariño, tú te equivocaste. Pensaste que el hecho de que Raul fuera una persona libre y abierta significaba que tú podías serlo... a tu manera. Y por aquel entonces, tu libertad consistía en follarte a todo lo que pillabas. Le hiciste daño mintiéndole, siéndole infiel, y además, insincero.
- Uhmm –siseó Miguel- ¿de qué me suena eso?
- Tú calla, que tampoco tienes muchos motivos para hablar –continuó Ernesto.
- Yo puedo decir lo que me dé la realísima gana. Es cierto que a mí no me dejó.
- No. Dejó que tú le dejaras, porque siempre hizo todo lo posible por conservar nuestra amistad, porque a todos y cada uno de los hombres que han estado con él nos ha querido.
- Pues claro que sí. Claro que me quería. Y me quiere –resolvió Miguel.
- Cierto. Te quiso tanto como para no ponerte en ridículo nunca delante de nadie. Te quiso tanto como para no partirte la cara en alguna de aquellas fiestas a las que le llevabas como un trofeo.
- No digas gilipolleces. Yo siempre estuve orgulloso de estar con él.
- Pero qué hipócrita eres, jodío. Estabas orgulloso de que él estuviera contigo. La tuya ha sido la peor experiencia que Raul haya tenido. Justo cuando intentaba asentar sus bases, tú le hiciste sentir que era un mero objeto, un animalito lindo al que acariciar entre tus brazos cuando tenías espectadores. Le hiciste creer con tus comentarios que nunca llegaría a ser más que una cara bonita sobre un cuerpo bonito. Y a pesar de todo, no tuvo fuerzas para dejarte porque fuiste su primer hombre. Lo único que hizo fue dejar de mostrar interés por todo lo que a ti te importaba; incluso cambió de imagen sólo para que toda aquella gente tuya tan cool, tan trendy, tan glamourosa, empezara a pensar que te habías vuelto loca por estar con él. Y al final consiguió que le dejaras porque ya no resultaba un reclamo válido para tu público.
- ¡Qué hijo de puta! –exclamó Javier-. Conmigo hiciste lo mismo. ¿Por qué crees que mi iba con otros tíos?
- Porque eres una zorra, cerdo. Y cállate, que buena tajada sacaste de mí.
- No era una zorra, era un infeliz. Si hubiera sido una zorra, te habría invitado a algún ménage-à-trois. Pero nadie habría querido follar con semejante maricona.
- Un día de éstos me vas a encontrar, gilipollas.
- Ya te he encontrado, bonita. Con la corona clavada a la frente, de rodillas en el cuarto oscuro del Strong. ¿No me reconociste por la polla?
A Miguel le tembló un poco la barbilla antes de decir:
- No vuelvas a dirigirme la palabra, hijo de puta. No vuelvas a mirarme, siquiera.
Luis, que fue el único que se dio cuenta de que algo se estaba rompiendo justo en aquel momento, intentó alejarles de ellos mismos, pero no fue muy afortunado:
- Lo que no entiendo es... ¿por qué Paco?
Todos miraron al frente. La mano de Paco seguía en el bolsillo de Raul, y éste llevaba un brazo sobre los hombros de su chico.
Paco estaba apoyado en la pared junto a la escalera del Hot, con la vista clavada en la zapatilla de un osazo que bebía en la barra, cuando Raul se acercó a él con dos cervezas y le dio una, con una medio sonrisa que paría, cada vez que hacía la mueca, uno de aquellos preciosos hoyuelos que hacían delirar a la más pintada.
- Tú no eres de aquí –sentenció. Paco se sintió un poco defraudado por una entrada tan tonta y manida.
- Si. Sí que soy de aquí.
Raul volvió a sonreir y a Paco empezó a temblarle incontrolablemente un muslo.
- Quiero decir que a ti ésto en realidad no te va. No te gusta el ambiente, ¿no?
A Paco le dio la impresión de que conocía hasta el último centímetro de la zapatilla del osete, que ahora reía a carcajadas alguna ocurrencia de un camarero. Miró a Raul a los ojos, pero le sonrió sólo con la boca.
- Bébete la birra. Nos vamos de aquí –le cogió de una mano y le llevó hacia la puerta-. Por cierto, me llamo Raul.
- Yo Paco –dijo, mientras soltaba el botellín, aún entero, apresuradamente sobre un barril.
- ¿Paco? No tienes cara de Paco.
Pensó que si le oía otra tontería de aquellas, algo como que era Acuario, saldría corriendo.
- No te voy a decir mi horóscopo porque no creo en eso. Además, a los Acuario se nos nota que lo somos.
Paco sonrió por primera vez en toda la noche, en toda la semana, en realidad, y apretó un poco la mano de Raul, que lo entendió como incomodidad y se la soltó.
- ¿De verdad te llamas Paco?
- Pues si. Siempre me han llamado así, desde que nací. Pero siempre me ha gustado más Curro.
Raul se paró en seco. Rodeó la cintura de Paco con un brazo y le susurró al oido:
- Ok, Curro. Serás Curro sólo para mí –y le lamió el lóbulo de la oreja.
Se derritió en dos segundos. Y meses después seguía derretido. Los ojos de Raul iluminaban cualquier noche. La sonrisa de Raul le hacía feliz, las caricias de Raul le hacían temblar como una hoja, recostarse sobre su pecho le hacía dormir como nunca había dormido. Nunca había vivido nada igual. En realidad, creía firmemente que quien decía tener algo semejante mentía. No pensaba que lo que le había ocurrido a él fuera lo que le pasaba a todo el mundo, pero sí que no podía haber mucha diferencia. No se podía tener tan mala suerte, así que toda aquella mierda debía ser más o menos algo general. O también era posible que no estuviera preparado para aquel mundo, que fuera incapaz de relacionarse correctamente. Desde luego, había sido incapaz de diferenciar lo bueno de lo malo. Sencillamente, se enamoraba. Sin preguntar por qué, sin saber de quién se estaba enamorando. Era confiado, al menos al principio. No comprendía el fingimiento o la hipocresía.
El último fue el que más descontrol le había provocado, el que había hecho que fuera por el mundo mirando zapatillas. El no comprender por qué se había enamorado de semejante animal fue lo peor. Saber que se estaba dejando denigrar y pisotear por un hombre al que amaba ciegamente. Un hombre que le ponía correas pero no sabía ser su amo. Un hombre que le usaba para excitarse, para vivir como un placer lo que de pequeño había vivido como dolor. Un hombre que, en el último día de inocencia de Paco, le había atado a una cama cubierta de plástico, poniéndole una mordaza y un pañuelo en los ojos, y había dejado que otros cinco hombres le maltrataran durante horas, había dejado que le azotaran y le metieran cosas irreconocibles por el culo, había dejado que le mearan en las heridas de los azotes y cagaran sobre su pecho, había dejado que unos le dieran de ostias mientras los otros le follaban a pelo. Un hombre que había dejado que, mientras otros cinco le violaban, él gritara y llorara hasta quedarse ronco, que vomitara sin quitarle la mordaza. Un hombre que, después de irse sus torturadores, le dejó atado a la cama, lleno de mierda, pero le quitó el pañuelo para que pudiera ve cómo se masturbaba viendo el video que había grabado.
A los dos días, Paco había desaparecido de aquella ciudad, con ese video en la maleta. Una vez en Madrid, había denunciado a aquel hombre, presentando el video como prueba. No ocurrió nada. Después de tres años de psicólogos y abogados, no ocurrió nada, porque en el video se veía claramente que se había dejado atar. Para el juez aquella pesadilla era un juego consentido por un maricón, que se había dejado atar por el hombre que le hacía chorrear aceite. Paco pensó que jamás volvería a sentir nada por nadie.
Le costó ocho años de trabajar de madrugada en MercaMadrid y de día en la construcción pagar las costas del juicio, y cuatro años más volver a mirar a un hombre a la cara.
Y aquel hombre fue Raul. Raul, que le miraba, le sonreía, le acariciaba y le hacía soñar algo que no eran pesadillas. Raul, que le hizo ver lo equivocado que estaba con respecto al mundo, que le hizo confiar de nuevo en sí mismo y en el resto de la gente. Raul, que una noche, después de hacerle el amor como sólo un ángel podía hacerlo, le había hecho llorar diciéndole que le amaba.
- ¿Por qué Paco? –repitió Ernesto. Pero no respondió porque ya todos estaban en la puerta del teatro. Raul les sonrió a todos.
- Cómo os gustan los escaparates caros, manga de reinas.
- Qué bien lo sabes, amor –dijo Emilio-. Fíjate que me gustaría ser cristal de escaparate sólo para que las niñas apoyaran sus manos en mí mientras sueñan con un Versace.
- ¡Dios! Serías una drag divina. ¡Si hasta te estás quedando calva!
Todos rieron ante la primera ocurrencia malignamente marica de Luis. Un momento indefinido, casi paranormal, les convirtió en un grupo de amigos haciendo bromas en una playa de Sitges. Ernesto se sonrió a sí mismo, y supo que todo, por fin, estaba en su sitio.
Mientras hacían cola, Raul y Paco no dejaban de hacerse arrumacos.
- Agg, dais asquito –berreó Javier.
- Déjales, malvada, que da gusto verles –Ernesto sonrió a Paco- ¿Sabes, Currito? Te llevas lo mejor del mundo.
Paco sintió un reconfortante calor que nacía debajo de sus sobacos.
- Lo sé. Ya lo sé.
- Pero chico, te lo mereces. Nunca había visto una pareja como vosotros. Es emocionante ver a dos personas que realmente se quieren.
Pero no estaba mirando a Paco, sino a Luis.
Entraron en el teatro hablando de la obra que iban a ver, del glamour del famoseo, de lo guapo que era el ex de Raul, incluso sin maquillaje. Una vez sentados, Paco tomó entre las suyas una de las manos de su chico y le susurró:
- A lo mejor es verdad que no les caigo tan mal.
- Claro que no, ya lo sabes –le besó suavemente una mano y susurró: -Son mis amigos.
- ¿Desde cuándo te importa lo que piensen de ti, reina?
- Desde que las reinas se casan con plebeyos –respondió Miguel, casi airado-. No soporto que se haya liado con ese niñato. De hecho, no sé por qué he venido. Sé que en cuanto les vea voy a soltar alguna inconveniencia, y no quiero hacer daño al pobre Raul, que no tiene la culpa de ser tonta. Sé, por mis 80 primas más cercanas, que casi nadie se salva de la Genética.
Ernesto y Javier aún no habían llegado, y Miguel y Luis callaron y miraron al unísono a la calle a través del ventanal, como si con ello fueran a conseguir que sus amigos se presentaran de una vez. Como si del poder de la mente se tratara, Javier les saludó desde la acera de enfrente.
- Llegas tarde, Meri –le dijo Luis mientras le acercaba una silla.
- Al menos no llego tarde a todo, como otras.
Luis no se dio por aludido; aún no entendía la mayoría de los comentarios más sarnosos de sus amigos gays, pero Miguel fulminó a Javier con un ojo bajo una ceja levantada y perfiladísima. A Luis le había costado 35 años, dos hijos y un divorcio admitir su homosexualidad, y el hecho de que los gays se pudieran casar no mejoraba su estado de pavor continuo. Sin embargo, a Javier le jodía sobremanera que Luis hubiera adoptado con tanta urgencia la peor de las poses. Y no soportaba que le llamaran Meri.
Luis tenía 16 años la primera vez que otro tío le masturbó. Estaba en casa de un compañero de instituto, revisando con él las revistas guarras de su hermano mayor. Su amigo dijo que estaba muy cachondo y se iba a hacer una paja. Luis, que la única polla dura que había visto era la suya, notó su corazón en las sienes. Afortunadamente para sus nervios, no tuvo que hacer ni decir nada, pues en cuanto se la sacó, su amigo ya le estaba masturbando. A pesar de haberse corrido tres veces, se pasó toda esa noche empalmado y dando vueltas en la cama, sudando.
Su padre, franquista y católico practicante, esperó a que Luis cumpliera los 18 para tener con él “la conversación”. Después de dos años de pajas y mamadas con varios amigos del instituto, por fin tuvo, sin haberla pedido, una confirmación fehaciente de lo que sus padres pensaban de aquella “aberración enfermiza”, de la que daban gracias a Dios por haber librado a su familia. Luis pasó tres años llorando por las noches, con un insomnio mediante el que veló todo ese tiempo a una persona que sabía que iba a morir. También los aprovechó para hacerse creer a sí mismo que todo aquello no había sido más que experimentación.
En la Universidad conoció a una chica que le hizo dormir como un tronco gracias a los continuados ejercicios sexuales a los que se entregó con ella en cuerpo y alma. Se casaron, tuvieron dos muñecos y fueron muy felices mucho tiempo. Pero un día, Cristina encontró, disfrazados entre la colección de rarezas de Madonna de Luis, varios dvd’s de porno gay. Después de diez años de sexo satisfactorio, ni siquiera relacionó aquellos discos con una posible homosexualidad de su marido, de quien estaba además segura de su completa fidelidad. Un morbo extraño. Todos los hombres tenían fantasías que no confesaban a sus mujeres. Pero una mujer ata cabos mejor que cualquier marinero, y a los cuatro meses pidió el divorcio, llevándose con ella la casa, un coche, a los niños, y un 37% del sueldo de Luis. Y con todo ello, se fueron su alegría y su seguridad. Otra vez era un aberrado enfermo.
- ¿Y Ernesto y los chicos? –preguntó Javier.
- Tina se estará poniendo mona. Ya sabes que no sale a la calle sin su manita de TitanLux.
Miguel siempre ponía la guinda a cualquier conversación. Para algo llevaba veintisiete años siendo la chica de compañía de todas las transformers de Madrid.
- Y los chicos estarán follando –dijo Luis-, como siempre que llegan tarde.
Aún no controlaba ciertas reacciones. Le reconcomía la envidia, ya que él era aún incapaz de ligar, y mucho menos follar, así porque sí. No podía evitar un rechazo atávico, aprendido de sus padres y su entorno juvenil, hacia todo lo que representaba la homosexualidad de puertas afuera. Al menos, para un enorme quesito de cualquier encuesta.
- Déjales que follen, encanto. Para algo están juntos.
- Ah. Pensé que la gente se juntaba para algo más. ¿No se supone que para follar tenemos los cuartos oscuros?
- Eso lo tendrás tú, so perra, que no sabes hacerlo de otra manera. Vé de vez en cuando a una sauna, que al menos los zorrones están limpios.
Miguel se estaba hartando de no ser él quien soltara las frases brillantes, así que se metió entre medias antes de que se sacaran los ojos.
- Uy, eso no quiere decir nada, nena. Tú siempre vas muy limpia, y sin embargo...
Ernesto –Tina para sus amigos- apareció en ese momento, cortando el comentario más que sarcástico y agresivo que quemaba la lengua de su amigo.
- Señoras y caballeros, llegó por fin su sueño erótico –dijo, sentándose en las piernas de Miguel.
- ¿Caballeros? –Miguel abrió mucho los ojos-. Creo que se equivoca, señora.
- Ya tuvo que abrir la boca, ella. Para una vez que vengo a veros contento y feliz. ¿Se te pudrirá la lengua algún día, mala hiena?
- Da igual, aprenderá a insultar con el lenguaje de señas –resolvió Javier.
- Y afortunadamente, ninguno de nosotros sabrá hablarlo –apuntilló Luis.
- Fucking faggots, os reconcome la envidia porque soy políglota.
A Miguel le solían escurrir los comentarios sobre él, a pesar –o quizás a causa- de que con su plumón era blanco fácil de la sorna maricona.
- Si, cariño, ya sabemos todas –puntualizó Ernesto mientras acercaba una silla- que con la lengua haces milagros en cualquier idioma.
- La verdad es que no me enteré de la cantidad de nacionalidades que hay hasta que follé con él.
Ernesto y Luis miraron a Javier como quien mira a una monja apoyada en cualquier pared de la calle Montera. Miguel volvió a fulminarle con la mirada, pero antes de que los demás se dieran cuenta de todo, espetó:
- No jures en vano, nena, que es pecado.
- ¿En vano? Cariño, nadie ha tratado a tu culo como lo hice yo. Cinco meses de tratamiento intensivo.
Ernesto no sabía cómo cerrar los ojos. Luis estaba un tanto perdido. Miguel ardía por dentro, pero el mal ya estaba hecho. Tenía ganas de hacer vudú directamente con los ojos de Javier.
- Todos tenemos pecados de juventud. ¿Nos vamos a confesar ahora? –Fue lo único que se le ocurrió.
Javier sonrió encantado. En realidad, su affaire había tenido lugar sólo hacía dos años. Miguel no podía soportar, como les pasa a las reinas de alcurnia, haberse enamorado hasta las trancas de un gayetero al uso. Porque Javier era su antítesis: masculino, musculoso, independiente, inteligente, atractivo y, sobre todo, inemparejable. Consciente de su belleza, su lema era “Pruébalos a todos antes de atarte. Otro podría ser mejor que el que tienes”.
Cuando Miguel le conoció en el gimnasio, se lo contó a sus 80 mejores amigas con el mismo comentario: “Si yo fuera la tetuda de Jacq’s, te juro que le estaría buscando a él”. Javier tenía entonces diecinueve años, y pasó unos cuántos ejerciendo de armarizado por el pánico a la reacción de su familia, a quienes adoraba. La familia terminó reaccionando fantásticamente, así que desde joven ejerció sin problemas de chulazo. Seis años después Miguel, sin querer reconocerlo, ni a sí mismo, olisqueaba las esquinas esperando localizar a Javier por su olor a macho. Éste, por supuesto, lo sabía, y aprovechó aquel momento para metérsela a Miguel hasta los pulmones, hacerle babear como loco, y poder abrir un local gracias a los contactos de “su novio” en el mundo del faranduleo cancaneril. Por supuesto, sus amigos no se enteraron de nada. Miguel no le dijo a nadie que había perdido la cabeza y el control de sus esfínteres por aquel hunk of a man. Javier mucho menos; no quería que nadie pensara que le gustaban las peluqueras. Cuando Javier empezó a tirarse a tres de los cuatro camareros de su bar, Miguel enloqueció. Cerró el salón de belleza y se fue un año a Los Angeles, según él para convertirse en el esteticista de las estrellas. Pero como las estrellas estadounidenses hacen gala de una total falta de estética, Miguel volvió a Madrid entre asqueado y avergonzado, reabriendo su “pelu” en loor de multitudes drag, muertas de envidia por su periplo americano, del que lo único que supieron fue que Julia Roberts tenía las orejas de soplillo y Tom Cruise el pelo de paja. Ambos datos sacados de una revista de cotilleos, por supuesto. En un año entero, no tuvo nada que ver con nadie relacionado, ni medianamente, con la industria cinematográfica.
- Bueno, bueno, encanto –susurró Ernesto al oído de Miguel- ¿Y es verdad que tiene la verga que dicen que tiene?
Lo sabía de sobra, pero una broma a tiempo...
- ¿Cómo? ¿Torcida y cabezona? Te equivocas, Tinita; eso no lo dicen de su polla, sino de él.
Javier le dio un empellón en un hombro.
- Pues a ti bien que te gustaba mamarla, so zorra.
- A mí no me insultas tú, mamarracho.
- ¿Ah, no? ¿Y por qué me pedías que lo hiciera cuando te daba por el culo?
- ¡Te voy a partir la cara, hijo de...! –gritó Miguel, mientras lanzaba un puño lleno de anillos hacia los dientes de Javier. Por supuesto, no tenía ni puta idea de cómo soltarle a alguien un puñetazo, y Ernesto tuvo tiempo de sobra para meterle un brazo bajo el codo y parar el movimiento en seco.
- ¿Qué haces, imbécil? –berreó Miguel, mientras Javier se descojonaba de risa y Luis huía hacia el servicio.
- Ya vale –respondió Ernesto, con los ojos convertidos en mares de relax.
- ¿Es que no ves lo que está haciendo?
- No veo nada, y he dicho que ya está –y lo remarcó levantando una ceja.
Ernesto, el Pacificador. Tina, la reina del masaje, el relax y el yoga. Tito, el chico-oreja que se había pasado toda la vida entre dos aguas por su fama de confesor.
Desde siempre, quizá por su mirada sincera, quizá por su aura relajante, todos sus amigos le habían contado sus intimidades. En la mayoría de los casos de rupturas y disputas había actuado como intermediario, escuchando atentamente los insultos de las partes, así como los respectivos cabreos y depresiones, finalizando siempre las consultas con sentencias inteligentes, que todos tomaban como simples opiniones pero que en el fondo eran, más que consejos, guías para una ruptura civilizada, o para el arreglo de la situación.
Gracias a él no se habían perdido para siempre multitud de amistades, y se habían creado grupos de amigos, e incluso parejas, que habían llegado a ser la envidia del todo Chueca.
Estaba orgulloso de ser como era. Y sus amigos estaban orgullosos de poder considerarse amigos suyos. Sólo tenía un problema: nadie le había considerado nunca como una posible pareja. Para todos se convertía, desde el principio, en la hermana mayor. A sus cuarenta y cuatro años, incluso en el padre, como le había pasado con Javier.
Por eso le extrañaba, incluso le molestaba, que ni Javier ni Miguel le hubieran contado nunca nada de aquel episodio. Le sorprendía no haberse dado cuenta él mismo de que aquello hubiera pasado. Aunque Miguel, evidentemente, no le había contado la verdad, sabía que su aventura americana era más una huída que otra cosa. De otra manera, no habría cerrado su negocio, lo habría dejado abierto para que prosperara al hacerse un nombre en Estados Unidos. Pero Miguel era muy suyo para todo lo que no fuera autobombo.
Javier, sin embargo... Aquello era harina de otro costal. El “niño” había empezado contándole los problemas que le daba su pene que es gigantesco, tío, se me asustan todos. De hecho, Ernesto tampoco había podido con aquello. Y no había parado nunca de contarle intimidades sexuales, románticas y familiares, planes, decepciones. Era, de hecho, la única persona que había llegado a hartarle un poco. ¿Cómo fue capaz de perderse aquellos cinco meses?
- Javier... –susurró, mirándole con ojos de jurado.
- ¡Vale, hombre! ¡Lo siento! Perdóname, Miguel, cariño...
En ese momento Luis se sentó en su silla y con un resoplido exclamó:
- Uff, qué bien se queda uno después de una buena meada.
- ¡Ja! A algunos les vuelve locos –aclaró Javier- Y si no, que se lo pregunten a... ¡Ah!
Le calló un buen pisotón de Ernesto. En cinco segundos, el silencio se hizo tan incómodo que todos empezaron a revisar bolsillos en busca de tabaco, chicles, o cacao para los labios.
Afortunadamente, les salvó la parejita. Entraron, como de costumbre, de la mano, con sendas sonrisas de oreja a oreja. Y como siempre, una hora tarde.
- Buenas tardes, amores –saludó Raul, todo dientes.
- Buenas tardes –recalcó Paco, buscando sillas para los dos.
Todos les miraron en silencio. Sólo Ernesto consiguió alzar milimétricamente las comisuras de sus labios.
- Bueno, señores –dijo Raul- mientras buscan ustedes palabras para mostrar su entusiasmo, me voy al servicio.
Paco, que ya se estaba sentando, reaccionó como un resorte nuevecito.
- Yo también, que estoy que no aguanto.
Y se fueron, de la mano, al sótano, a mear en estéreo, como prácticamente todo lo que hacían.
- ¡Mirales bien! –exclamó Miguel- Rambo vs Conan el Bárbaro, starring Marlene Dietrich y Rita Pavone.
Ernesto estiró la frente, cerró los ojos y soltó un bufido. Mala señal.
- Bueno, ya basta. Me tenéis entre todos hasta los cojones. ¿Es que no sois capaces de decir nada agradable? ¿Ni siquiera de vuestros amigos?
Miguel no daba su brazo a torcer.
- Bueno, a veces lo que decimos de ti es agradable.
Luis, que no sabía muy bien cuándo decir cosas graciosas con gracia marica, apuntilló:
- Pero sólo a veces, amor.
Ése era el momento en que Ernesto tendría que haber respondido algo inteligente y mordaz a Miguel, pero como Luis le había pisado su mini momento de gloria, se volvió a crear otro silencio más que violento.
- Hala, muchachos, vámonos –exclamó Raul, que ya volvía con su novio bajo el brazo-. ¿Preparados para un buen teatro?
Los cuatro pensaron que lo preguntaba con segundas. Pero también sabían que en Raul nunca había dobleces y, lo más importante, ni se olía lo que acababa de ocurrir.
Empezaron a levantarse mientras Raul hacía comentarios intrascendentes sobre la obra que iban a ver, protagonizada por uno de sus ex-novios, al que todos odiaban en silencio. Era un increíble vanidoso que se creía superior porque había estado nominado al Max y había actuado en Londres.
Raul y Paco se volvieron a coger de la mano y salieron del local antes que el resto.
- Raul, tío, les caigo fatal. ¿No te has dado cuenta? No han sido capaces ni de saludar. Seguro que me estaban despellejando cuando hemos llegado.
- No seas paranoico, bobín. –Raul le miró como si fuera su hijo de siete años levantándose de una caída en la bici nueva- No les caes mal. Es sólo que aún no te conocen mucho. Ya sabes lo que pasa en los grupos de amigos cuando uno trae a alguien de fuera, siempre hay un periodo extraño hasta que todo el mundo se conoce y se adapta.
- Vale, si tú lo dices..., pero yo creo que no les gusto ni un poquito.
Raul se paró en seco en medio de la acera y tironeó de Paco para acercarle a él. Le miró con una media sonrisa, le acarició el cuello y le besó suavemente los labios.
- Sinceramente, cariño, me importa un bledo lo que piensen.
Paco acomodó la cabeza en la mano que Raul mantenía sobre su hombro y suspiró.
- ¿Sabes que te quiero? –susurró Raul.
- No tienes que decirlo. Nunca nada ni nadie me habían hecho sentirme tan bien.
Paco volvió a suspirar. Le devolvió el beso casi en una caricia, y siguieron andando.
Los demás observaron la escena desde detrás de ellos. Luis aún se emocionaba al ver a dos hombres comportarse de esa manera abiertamente. Miró hacia otro lado y envidió a Paco por haber pillado al mejor tío que conocía.
Se habían conocido precisamente en un teatro, viendo una obra sobre un grupo de amigos gays que tienen un montón de monstruos en sus antiguos armarios; obra que los demás del grupo no quisieron ver por razones evidentes. En el vestíbulo del teatro, antes de entrar, Raul, con un cigarrillo colgando de los labios, se había acercado a él y le había dado un kleenex. Luis se tocó el bigote en busca de algo repugnante que limpiar, y Raul rió con la boca abiertísima y esa risa que se oía desde cualquier esquina de cualquier local, y que hacía sonreir estúpidamente a quien la oyera. Raul le conocía por unas fotos del grupo durante un viaje a Sitges al que él no había ido: Luis era el único que llevaba bañador en las fotos playeras. Estuvieron charlando de todos hasta que la obra empezó. Aprovecharon que el teatro estaba medio vacío para sentarse juntos. En la escena en que el joven y guapo ciego le pone los cuernos a su novio perfecto con el joven y guapo adonis, a Luis se le escapó un “¡No!” que a Raul se le clavó en el alma. En veinte minutos, Luis lloraba a moco tendido. Raul le susurró que ya podía sacar el kleenex, y Luis sonrió entre hipos.
Tres días después, estaban enrollados oficialmente.
Estuvieron casi diecisiete meses juntos, la relación más larga que Raul había mantenido con ninguno de los hombres del grupo. Había luchado durante años contra todo lo humano y lo divino para tener la vida que tenía: libre, tranquila, auténtica. Le había costado demasiadas peleas y no menos situaciones embarazosas llegar a ser un profesional respetado fuera del armario. Intentó de mil maneras hacer feliz a Luis, hacerle ver que sus terrores aprendidos se podían desaprender, que podía ser un buen padre sin tener en cuenta su sexualidad, que en el siglo XXI ya no se despedía a nadie por ser gay; en definitiva, que podía usar el armario para guardar ropa. Pero Luis aún estaba en trámites de divorcio, y era incapaz de dar un paso hacia el arco-iris. Raul sabía que le haría daño dejándole, pero la situación estaba llegando a límites ridículos, que incluso le hicieron replantearse todas sus bases ideológicas, al comprobar cómo podían vivir aquello algunas personas. Le dio tanto miedo perder lo que había conseguido, que finalmente cortó la relación. Luis lo pasó mal, porque pensaba que aquello era lo que quería: un hombre que le quisiera y que evitara que tuviera que deambular por los cuartos oscuros en busca de pollas conectadas a un corazón. Pero también sabía, aunque le doliera, que estaba coartando los movimientos de Raul, que no podía seguirle. Y sobre todo, que no estaba preparado en absoluto para la vorágine política y reivindicativa en que su novio estaba sumergido. Se querían, pero definitivamente no estaban hechos el uno para el otro.
- ¿Por qué os dejó a vosotros? –preguntó, sin venir a cuento. Miguel le miró como si le hubiera espetado un insulto directo delante de todos.
- Qué gilipollez. A mí no me dejó –escupió, dando por zanjado el asunto.
- Pues conmigo se equivocó –dijo Javier.
- Claro, linda, como todos.
Antes de que volvieran al ruedo, esos dos, Ernesto intervino:
- A mí me dejó porque en realidad no le amaba. Le quería, le respetaba, pero no le amaba. Le enseñé todo lo que yo sabía porque en cuanto le vi me di cuenta de que era inteligente y bueno, de que con sólo un empujoncito en el momento justo se convertiría en un triunfador. Y lo es, ¿no?
Pararon en un semáforo, y vieron cómo Raul y Paco se seguían alejando de ellos. Paco miró atrás de reojo y paró a Raul con la mano que llevaba metida en uno de sus bolsillos traseros. Raul hizo un gesto de apresuramiento con todo el cuerpo.
- El que sea un triunfador no significa que no se equivoque.
Javier lo dijo como si rezara. Pero Ernesto sabía:
- Javier, cariño, tú te equivocaste. Pensaste que el hecho de que Raul fuera una persona libre y abierta significaba que tú podías serlo... a tu manera. Y por aquel entonces, tu libertad consistía en follarte a todo lo que pillabas. Le hiciste daño mintiéndole, siéndole infiel, y además, insincero.
- Uhmm –siseó Miguel- ¿de qué me suena eso?
- Tú calla, que tampoco tienes muchos motivos para hablar –continuó Ernesto.
- Yo puedo decir lo que me dé la realísima gana. Es cierto que a mí no me dejó.
- No. Dejó que tú le dejaras, porque siempre hizo todo lo posible por conservar nuestra amistad, porque a todos y cada uno de los hombres que han estado con él nos ha querido.
- Pues claro que sí. Claro que me quería. Y me quiere –resolvió Miguel.
- Cierto. Te quiso tanto como para no ponerte en ridículo nunca delante de nadie. Te quiso tanto como para no partirte la cara en alguna de aquellas fiestas a las que le llevabas como un trofeo.
- No digas gilipolleces. Yo siempre estuve orgulloso de estar con él.
- Pero qué hipócrita eres, jodío. Estabas orgulloso de que él estuviera contigo. La tuya ha sido la peor experiencia que Raul haya tenido. Justo cuando intentaba asentar sus bases, tú le hiciste sentir que era un mero objeto, un animalito lindo al que acariciar entre tus brazos cuando tenías espectadores. Le hiciste creer con tus comentarios que nunca llegaría a ser más que una cara bonita sobre un cuerpo bonito. Y a pesar de todo, no tuvo fuerzas para dejarte porque fuiste su primer hombre. Lo único que hizo fue dejar de mostrar interés por todo lo que a ti te importaba; incluso cambió de imagen sólo para que toda aquella gente tuya tan cool, tan trendy, tan glamourosa, empezara a pensar que te habías vuelto loca por estar con él. Y al final consiguió que le dejaras porque ya no resultaba un reclamo válido para tu público.
- ¡Qué hijo de puta! –exclamó Javier-. Conmigo hiciste lo mismo. ¿Por qué crees que mi iba con otros tíos?
- Porque eres una zorra, cerdo. Y cállate, que buena tajada sacaste de mí.
- No era una zorra, era un infeliz. Si hubiera sido una zorra, te habría invitado a algún ménage-à-trois. Pero nadie habría querido follar con semejante maricona.
- Un día de éstos me vas a encontrar, gilipollas.
- Ya te he encontrado, bonita. Con la corona clavada a la frente, de rodillas en el cuarto oscuro del Strong. ¿No me reconociste por la polla?
A Miguel le tembló un poco la barbilla antes de decir:
- No vuelvas a dirigirme la palabra, hijo de puta. No vuelvas a mirarme, siquiera.
Luis, que fue el único que se dio cuenta de que algo se estaba rompiendo justo en aquel momento, intentó alejarles de ellos mismos, pero no fue muy afortunado:
- Lo que no entiendo es... ¿por qué Paco?
Todos miraron al frente. La mano de Paco seguía en el bolsillo de Raul, y éste llevaba un brazo sobre los hombros de su chico.
Paco estaba apoyado en la pared junto a la escalera del Hot, con la vista clavada en la zapatilla de un osazo que bebía en la barra, cuando Raul se acercó a él con dos cervezas y le dio una, con una medio sonrisa que paría, cada vez que hacía la mueca, uno de aquellos preciosos hoyuelos que hacían delirar a la más pintada.
- Tú no eres de aquí –sentenció. Paco se sintió un poco defraudado por una entrada tan tonta y manida.
- Si. Sí que soy de aquí.
Raul volvió a sonreir y a Paco empezó a temblarle incontrolablemente un muslo.
- Quiero decir que a ti ésto en realidad no te va. No te gusta el ambiente, ¿no?
A Paco le dio la impresión de que conocía hasta el último centímetro de la zapatilla del osete, que ahora reía a carcajadas alguna ocurrencia de un camarero. Miró a Raul a los ojos, pero le sonrió sólo con la boca.
- Bébete la birra. Nos vamos de aquí –le cogió de una mano y le llevó hacia la puerta-. Por cierto, me llamo Raul.
- Yo Paco –dijo, mientras soltaba el botellín, aún entero, apresuradamente sobre un barril.
- ¿Paco? No tienes cara de Paco.
Pensó que si le oía otra tontería de aquellas, algo como que era Acuario, saldría corriendo.
- No te voy a decir mi horóscopo porque no creo en eso. Además, a los Acuario se nos nota que lo somos.
Paco sonrió por primera vez en toda la noche, en toda la semana, en realidad, y apretó un poco la mano de Raul, que lo entendió como incomodidad y se la soltó.
- ¿De verdad te llamas Paco?
- Pues si. Siempre me han llamado así, desde que nací. Pero siempre me ha gustado más Curro.
Raul se paró en seco. Rodeó la cintura de Paco con un brazo y le susurró al oido:
- Ok, Curro. Serás Curro sólo para mí –y le lamió el lóbulo de la oreja.
Se derritió en dos segundos. Y meses después seguía derretido. Los ojos de Raul iluminaban cualquier noche. La sonrisa de Raul le hacía feliz, las caricias de Raul le hacían temblar como una hoja, recostarse sobre su pecho le hacía dormir como nunca había dormido. Nunca había vivido nada igual. En realidad, creía firmemente que quien decía tener algo semejante mentía. No pensaba que lo que le había ocurrido a él fuera lo que le pasaba a todo el mundo, pero sí que no podía haber mucha diferencia. No se podía tener tan mala suerte, así que toda aquella mierda debía ser más o menos algo general. O también era posible que no estuviera preparado para aquel mundo, que fuera incapaz de relacionarse correctamente. Desde luego, había sido incapaz de diferenciar lo bueno de lo malo. Sencillamente, se enamoraba. Sin preguntar por qué, sin saber de quién se estaba enamorando. Era confiado, al menos al principio. No comprendía el fingimiento o la hipocresía.
El último fue el que más descontrol le había provocado, el que había hecho que fuera por el mundo mirando zapatillas. El no comprender por qué se había enamorado de semejante animal fue lo peor. Saber que se estaba dejando denigrar y pisotear por un hombre al que amaba ciegamente. Un hombre que le ponía correas pero no sabía ser su amo. Un hombre que le usaba para excitarse, para vivir como un placer lo que de pequeño había vivido como dolor. Un hombre que, en el último día de inocencia de Paco, le había atado a una cama cubierta de plástico, poniéndole una mordaza y un pañuelo en los ojos, y había dejado que otros cinco hombres le maltrataran durante horas, había dejado que le azotaran y le metieran cosas irreconocibles por el culo, había dejado que le mearan en las heridas de los azotes y cagaran sobre su pecho, había dejado que unos le dieran de ostias mientras los otros le follaban a pelo. Un hombre que había dejado que, mientras otros cinco le violaban, él gritara y llorara hasta quedarse ronco, que vomitara sin quitarle la mordaza. Un hombre que, después de irse sus torturadores, le dejó atado a la cama, lleno de mierda, pero le quitó el pañuelo para que pudiera ve cómo se masturbaba viendo el video que había grabado.
A los dos días, Paco había desaparecido de aquella ciudad, con ese video en la maleta. Una vez en Madrid, había denunciado a aquel hombre, presentando el video como prueba. No ocurrió nada. Después de tres años de psicólogos y abogados, no ocurrió nada, porque en el video se veía claramente que se había dejado atar. Para el juez aquella pesadilla era un juego consentido por un maricón, que se había dejado atar por el hombre que le hacía chorrear aceite. Paco pensó que jamás volvería a sentir nada por nadie.
Le costó ocho años de trabajar de madrugada en MercaMadrid y de día en la construcción pagar las costas del juicio, y cuatro años más volver a mirar a un hombre a la cara.
Y aquel hombre fue Raul. Raul, que le miraba, le sonreía, le acariciaba y le hacía soñar algo que no eran pesadillas. Raul, que le hizo ver lo equivocado que estaba con respecto al mundo, que le hizo confiar de nuevo en sí mismo y en el resto de la gente. Raul, que una noche, después de hacerle el amor como sólo un ángel podía hacerlo, le había hecho llorar diciéndole que le amaba.
- ¿Por qué Paco? –repitió Ernesto. Pero no respondió porque ya todos estaban en la puerta del teatro. Raul les sonrió a todos.
- Cómo os gustan los escaparates caros, manga de reinas.
- Qué bien lo sabes, amor –dijo Emilio-. Fíjate que me gustaría ser cristal de escaparate sólo para que las niñas apoyaran sus manos en mí mientras sueñan con un Versace.
- ¡Dios! Serías una drag divina. ¡Si hasta te estás quedando calva!
Todos rieron ante la primera ocurrencia malignamente marica de Luis. Un momento indefinido, casi paranormal, les convirtió en un grupo de amigos haciendo bromas en una playa de Sitges. Ernesto se sonrió a sí mismo, y supo que todo, por fin, estaba en su sitio.
Mientras hacían cola, Raul y Paco no dejaban de hacerse arrumacos.
- Agg, dais asquito –berreó Javier.
- Déjales, malvada, que da gusto verles –Ernesto sonrió a Paco- ¿Sabes, Currito? Te llevas lo mejor del mundo.
Paco sintió un reconfortante calor que nacía debajo de sus sobacos.
- Lo sé. Ya lo sé.
- Pero chico, te lo mereces. Nunca había visto una pareja como vosotros. Es emocionante ver a dos personas que realmente se quieren.
Pero no estaba mirando a Paco, sino a Luis.
Entraron en el teatro hablando de la obra que iban a ver, del glamour del famoseo, de lo guapo que era el ex de Raul, incluso sin maquillaje. Una vez sentados, Paco tomó entre las suyas una de las manos de su chico y le susurró:
- A lo mejor es verdad que no les caigo tan mal.
- Claro que no, ya lo sabes –le besó suavemente una mano y susurró: -Son mis amigos.
4 comentarios:
Talmente un corto, o una escena de una peli. Conforme lo iba leyendo me imaginaba los planos, los encuadres, los escenarios ...
Con ayuda de un guionista profesional que entienda de los entresijos del mundo del cine éste podría ser el guión de un corto.
Molaría.
Iba a decirte que qué bien escribes, que qué genial eres y tal, pero voy a empezar a ir pasando, que luego te lo acabarás creyendo ...
Besicos.
¡Ya me lo creo! XD Y es que si no me lo creo yo, no se lo creen los demás, qué leches.
Siempre he pensado en las historias que escribo como en cortos. Soy muy cinematográfico, como toda nuestra generación, y mi lenguaje literario es -demasiado- guionizado. De hecho, suelo dar demasiada importancia a los diálogos y poca a la narrativa. Algo a corregir!
Tú lo has dicho.
Para mi gusto, al principio, los personajes están demasiado "desangelados", les vas dando forma demasiado poco a poco y demasiado tarde, al menos desde el punto de vista de un relato corto (y según mi gusto, claro). Sin embargo, en un corto quedaría perfecto, porque hay más elementos que dan forma a los personajes y la situación (escenarios, atuendos, imagen física de los mismos ...)
Besicos.
Sip, me di cuenta demasiado tarde. Esta historia iba a ser una novela, y al final se quedó en "un corto", por éso me explayo tanto para luego terminar de repente.
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