FILIAS, 2: "VIDA SEXUAL SANA"
Siempre fui muy maduro.
Quizás el haber vivido la ruptura de mi familia y haberla aguantado sin quejas ni lamentos me hizo más fuerte. Mis padres, ambos filósofos racionalistas, me enseñaron desde pequeño a observar las cosas desde un punto de vista alejado y frío.
También puede ser por mi descubrimiento precoz del amor y el sexo. A los 13 años, creí enamorarme de un compañero de clase que, si bien no tenía ni idea -ni tenía intención de tenerla- sobre lo que era el amor, sabía perfectamente lo que hacer en compañía de otro muchacho igual de calentorro que él. Empezamos, cómo no, masturbándonos juntos, pero nuestra curiosidad nos llevó a la investigación. Sin ninguna clase de vergüenza, preguntamos a todo aquel que se puso a tiro, incluido mi padre. El hombre parecía haber estado esperando el momento preciso para tener conmigo la conversación sobre flores y abejas, pero yo eso lo tenía más que controlado gracias a las clases de Ciencias Naturales. Para lo que papá no estaba preparado era para un hijo de 13 años que destapaba abiertamente su homosexualidad. Cuando se lo dije levantó una ceja –signo inequívoco de que intentaba apartarse a un lugar alejado y frío- y me respondió que tendría que esperar unos días. Tuvo una larga conversación telefónica con mamá, que por aquel entonces ya tenía otro marido, otro hijo, y vivía en otra ciudad, y concluyeron que necesitaba la ayuda de un “consejero” infantil. Cuando el psicólogo les confirmó la madurez de su hijo y lo clara que tenía mi “tendencia sexual”, volvieron a tener una “reunión” telefónica, tras la cual papá, como buen profesor que era, aprendió todo lo habido y por haber sobre homosexualidad y, en un principio más cohibido que seguro, me traspasó sus conocimientos sobre el tema, incluyendo la práctica del sexo seguro y responsable, y la íntima relación entre sexo y amor, independientemente de la opción sexual. Incluso llegó a alquilar un par de películas porno –una hetero, otra gay-, para que viera con mis propios ojos de qué se trataba, y pudiera comparar. Fue claro y sincero, sobre todo en el momento en que me confesó que a él también le había excitado el porno gay.
Papá me aconsejó, igual que el psicólogo, que esperara unos años para disfrutar del sexo, cuando cuerpo, mente y corazón hubieran terminado de formarse, y supiera realmente lo que quería. Pero yo creía saber lo que quería: a Carlitos, a la esplendidez de su cuerpo lampiño y suave, y a la reciprocidad de su excitación sexual. Por supuesto, no le amaba –aún no sabía cómo se ama-, pero sí que tenía la seguridad de sentir algo por él, alimentado por tanta comedia romántica americana. Algo que ahora, treinta años después, aún siento. Por supuesto, ahora lo reconozco; se ha transformado en afecto, conexión, y amistad. Durante esos treinta años ha sido una amistad más que profunda... con derecho a roce.
En los momentos en que ambos hemos estado, o nos hemos sentido, solos, hemos suplido la falta de sexo en pareja por el sexo más tierno, cariñoso y cómplice que ninguno de los dos haya disfrutado nunca con otra persona. Siempre hemos sabido que encontrar a otro hombre –a otra persona, en su caso- con el que disfrutar de esa manera del sexo sería difícil, y lo tenemos más que asumido, pero también sabemos que si fuéramos pareja, nuestra amistad se acabaría rompiendo. Cosas del conocimiento mútuo.
Otro de los consejos paternos que intenté seguir fue el de dar salida a mi lado heterosexual, a no encerrarlo en mi armario ya vacío sin haber vivido esa parte de mi personalidad. Le hice saber a Carlitos mis planes de futuro a corto plazo: aprender todo lo que pudiera sobre las mujeres –las chicas, en aquel momento- para contentar a papá, mientras seguía disfrutando de su cuerpecito, que treinta años después sigue siendo lampiño y suave.
Tuve suerte con mis genes, así que no me costó mucho convertirme en el Ken soñado por muchas de las Barbies del instituto. Crecí mucho y rápido, gracias a los genes de mamá, y varonil y guapo gracias a los de papá. El gimnasio y la piscina hicieron el resto.
Primero fue Esther, una vecinita que babeaba por mí desde que jugábamos juntos a las casitas. Esther era gordita y no muy agraciada, pero como me idolatraba, me pareció la opción más acertada. Al principio, la muchacha pensó que le estaba tomando el pelo, que estaba jugando con ella y con sus sentimientos, pero la convencí con nuestro primer beso. Durante una larga temporada fuimos juntos a todas partes, y gracias a ella me enteré de mi popularidad entre las féminas del instituto y del barrio, ya que nos convertimos en la comidilla de los pasillos, y ella en la envidia malsana del resto de chicas, que la consideraban un acto de compasión por mi parte. Pero se equivocaban.
Siempre fui muy maduro.
Quizás el haber vivido la ruptura de mi familia y haberla aguantado sin quejas ni lamentos me hizo más fuerte. Mis padres, ambos filósofos racionalistas, me enseñaron desde pequeño a observar las cosas desde un punto de vista alejado y frío.
También puede ser por mi descubrimiento precoz del amor y el sexo. A los 13 años, creí enamorarme de un compañero de clase que, si bien no tenía ni idea -ni tenía intención de tenerla- sobre lo que era el amor, sabía perfectamente lo que hacer en compañía de otro muchacho igual de calentorro que él. Empezamos, cómo no, masturbándonos juntos, pero nuestra curiosidad nos llevó a la investigación. Sin ninguna clase de vergüenza, preguntamos a todo aquel que se puso a tiro, incluido mi padre. El hombre parecía haber estado esperando el momento preciso para tener conmigo la conversación sobre flores y abejas, pero yo eso lo tenía más que controlado gracias a las clases de Ciencias Naturales. Para lo que papá no estaba preparado era para un hijo de 13 años que destapaba abiertamente su homosexualidad. Cuando se lo dije levantó una ceja –signo inequívoco de que intentaba apartarse a un lugar alejado y frío- y me respondió que tendría que esperar unos días. Tuvo una larga conversación telefónica con mamá, que por aquel entonces ya tenía otro marido, otro hijo, y vivía en otra ciudad, y concluyeron que necesitaba la ayuda de un “consejero” infantil. Cuando el psicólogo les confirmó la madurez de su hijo y lo clara que tenía mi “tendencia sexual”, volvieron a tener una “reunión” telefónica, tras la cual papá, como buen profesor que era, aprendió todo lo habido y por haber sobre homosexualidad y, en un principio más cohibido que seguro, me traspasó sus conocimientos sobre el tema, incluyendo la práctica del sexo seguro y responsable, y la íntima relación entre sexo y amor, independientemente de la opción sexual. Incluso llegó a alquilar un par de películas porno –una hetero, otra gay-, para que viera con mis propios ojos de qué se trataba, y pudiera comparar. Fue claro y sincero, sobre todo en el momento en que me confesó que a él también le había excitado el porno gay.
Papá me aconsejó, igual que el psicólogo, que esperara unos años para disfrutar del sexo, cuando cuerpo, mente y corazón hubieran terminado de formarse, y supiera realmente lo que quería. Pero yo creía saber lo que quería: a Carlitos, a la esplendidez de su cuerpo lampiño y suave, y a la reciprocidad de su excitación sexual. Por supuesto, no le amaba –aún no sabía cómo se ama-, pero sí que tenía la seguridad de sentir algo por él, alimentado por tanta comedia romántica americana. Algo que ahora, treinta años después, aún siento. Por supuesto, ahora lo reconozco; se ha transformado en afecto, conexión, y amistad. Durante esos treinta años ha sido una amistad más que profunda... con derecho a roce.
En los momentos en que ambos hemos estado, o nos hemos sentido, solos, hemos suplido la falta de sexo en pareja por el sexo más tierno, cariñoso y cómplice que ninguno de los dos haya disfrutado nunca con otra persona. Siempre hemos sabido que encontrar a otro hombre –a otra persona, en su caso- con el que disfrutar de esa manera del sexo sería difícil, y lo tenemos más que asumido, pero también sabemos que si fuéramos pareja, nuestra amistad se acabaría rompiendo. Cosas del conocimiento mútuo.
Otro de los consejos paternos que intenté seguir fue el de dar salida a mi lado heterosexual, a no encerrarlo en mi armario ya vacío sin haber vivido esa parte de mi personalidad. Le hice saber a Carlitos mis planes de futuro a corto plazo: aprender todo lo que pudiera sobre las mujeres –las chicas, en aquel momento- para contentar a papá, mientras seguía disfrutando de su cuerpecito, que treinta años después sigue siendo lampiño y suave.
Tuve suerte con mis genes, así que no me costó mucho convertirme en el Ken soñado por muchas de las Barbies del instituto. Crecí mucho y rápido, gracias a los genes de mamá, y varonil y guapo gracias a los de papá. El gimnasio y la piscina hicieron el resto.
Primero fue Esther, una vecinita que babeaba por mí desde que jugábamos juntos a las casitas. Esther era gordita y no muy agraciada, pero como me idolatraba, me pareció la opción más acertada. Al principio, la muchacha pensó que le estaba tomando el pelo, que estaba jugando con ella y con sus sentimientos, pero la convencí con nuestro primer beso. Durante una larga temporada fuimos juntos a todas partes, y gracias a ella me enteré de mi popularidad entre las féminas del instituto y del barrio, ya que nos convertimos en la comidilla de los pasillos, y ella en la envidia malsana del resto de chicas, que la consideraban un acto de compasión por mi parte. Pero se equivocaban.
En un primer momento, me resultaba extraño todo su cuerpo en comparación con el de Carlitos. Ella tenía mucha más carne y mucho más vello –quizá gracias a ella es por lo que ahora me gustan los hombres grandes y velludos-, pero me acostumbré rápidamente porque me daba cuenta de que me adoraba por motivos diferentes a los del resto de chicas, y el sentimiento era muy halagador. Me sirvió de poco acostumbrarme, ya que en tres o cuatro meses Esther había florecido ante los ojos de todo el mundo. Había perdido kilos, se maquillaba y peinaba, se vestía como las otras chicas, se afeitaba muchas más zonas de su cuerpo que yo mismo.
Pero pronto llegó el problema por el que lo dejaríamos: mis hormonas desatadas. Y es que Esther no quería pasar de los magreos que nos pegábamos en el parque o en el portal de su casa. Coincidió, además, con el “problema” de Carlitos. Cuando yo salí del armario, él no hizo lo mismo. Le daban miedo sus padres, que no eran filósofos racionalistas, sino panaderos de barrio, que se estaban dejando un pastón en el colegio de pago de su hijo, futuro primer universitario de la familia. Cuando por fin se destapó, con dieciséis años recién cumplidos, sus padres, efectivamente, montaron en cólera. No le llevaron a un “consejero” porque no tenían dinero para pagarlo, así que le prohibieron verme. Por supuesto, nos veíamos en la Escuela, pero ya no podía venir a estudiar a mi casa, momento en que dejábamos fluir nuestro deseo casi a diario, así que sólo podíamos desahogarnos muy de vez en cuando en algún servicio, o en el vestuario del gimnasio del instituto, con más miedo que ganas.
Aquello me hizo insistir aún más con Esther, pero la pobre muchacha, a pesar de su educación moderna y liberal, no podía darme lo que yo necesitaba en aquel momento. En el fondo, su amor por mí seguía siendo el mismo que cuando teníamos ocho años: incondicional, profundo, sincero. Pero también era un poco infantil, del todo platónico y completamente asexual. Intenté entonces terminar nuestra relación con un arrebato de sinceridad y le conté lo de Carlitos. Se enfadó muchísimo conmigo, se sintió herida y ultrajada, y fue el final de nuestra pareja. Estuvo una larga temporada sin hablarme. Pero sí que habló con Carlitos, quien le confirmó, según me contó después, toda la historia, pero que introdujo un cambio sustancial: él pretendía ser completamente heterosexual, casarse y tener hijos. Así que Esther y Carlitos terminaron enrollándose. Para él, el sexo no era tan importante como para mí: le gustaba matarse a pajas. Y así disponía de una chica que presentar a sus padres para que le dejaran en paz. Se lo agradecimos los dos a todos los dioses, porque pudimos volver a estudiar juntos.
Carlos y Esther, efectivamente, se casaron, y tuvieron dos magníficos hijos, Borja y Bárbara, gemelos, que adoran a su tío postizo, es decir, a mí, porque les apoyé incondicionalmente cuando confesaron su homosexualidad a sus padres. Por fortuna, Esther ya estaba curada de espantos, y se había convertido en una mujer realmente moderna y liberal. No así los abuelos paternos de los chicos, quienes por supuesto me echaron la culpa de que sus nietos tuvieran esa “enfermedad”.
Carlos y yo, mientras tanto, seguíamos disfrutando de nuestros estudios, tanto durante su noviazgo asexuado como durante los diecinueve años que duró su matrimonio, con la excepción de las temporadas en que yo estuve emparejado. Bueno, no todas, pero sí la mayoría.
En fin, prosigamos con mi adolescencia.
Como el amor incondicional de Esther no había funcionado en aspectos realmente importantes para la edad y el momento hormonal en que me encontraba, decidí hacer una encuesta entre el resto de compañeros del instituto para saber cuál era la chica que se había acostado con más y enrollarme con ella. Supuse que mi insaciabilidad la haría dedicarse en exclusiva a mí. Bueno, a mi cuerpo. Y así fue.
Tras la exhaustiva encuesta, me dediqué a perseguir a la Bluesy, así llamada por su fetichismo por el azul, y su facilidad para mostrar sus encantos a través de blusas transparentes y/o abiertas. También la llamaban la Reina Midas, porque todo lo que tocaba se ponía como el oro: duro. Su Top #1: unas mamadas espectaculares.
Rita, que así se llamaba en realidad, se hizo de rogar durante un mes, según los novios de sus amigas porque yo había estado con Esther, la chica más odiada del instituto, y ninguna de las otras se rebajaría en ese momento a enrollarse conmigo, a pesar de ser el cuerpo más deseado de las clases de gimnasia. Pero Rita finalmente cayó en la tentación, gracias a los cotilleos que, comenzando en el vestuario masculino, se extendieron como pólvora por todo el instituto, llegando hasta ella a través de las novias de mis amigos, quienes le aseguraron que, además de ser un quesito enorme y duro, tenía otras cosas enormes y duras. Rita no pudo evitarlo aquella noche de discoteca en que, tras un mes de acercamientos fallidos, me pegué a ella bailando. Ella –o mejor dicho, sus senos- se pegó a mí, y discretamente me metió mano para comprobar el material, que respondió de inmediato y que, cinco minutos después, estaba en su boca, poniendo berracos con el ruido de succión al resto de tíos del servicio de hombres de la discoteca. Aquel fue el principio de una serie de proezas sexuales llevadas a cabo en los sitios más inverosímiles, desde la encimera de su cocina, con toda su familia en casa, hasta el escenario del Salón de Actos del instituto, minutos antes de una reunión de la APA. Rita se confirmó como una consumada artista oral, que necesitaba que le diera de comer al menos una vez al día, con lo que mis hormonas se relajaron por fin durante unos meses.
Tal fue el relax, que acabó con nuestra relación. Al principio, ni a Rita ni a mí nos hacía falta esforzarnos para llegar a un muy buen nivel de excitación, pero según pasaban los días, me iba dando cuenta de que realmente no me atraía, y cuando no estaba excitado, pensaba en Carlos para empalmarme. Como ya empezaba a ser costumbre en mí, le conté la verdad, pero no reaccionó como yo esperaba, con algún numerito de heridas y ultrajes, sino que se puso más cachonda que de costumbre, y me propuso un trío con Carlos. El polvo que echamos aquella noche fue el mejor de nuestra carrera, porque a mí también me puso muy bestia imaginarme el trío, aunque sabía que no se produciría. Aunque Carlos y yo seguíamos estudiando juntos, para él yo era una cosa, y el resto del mundo era otra: mientras estuviera con Esther, sería incapaz de acostarse con otra tía.
Así que Bluesy se acabó. Como ella quería seguir conmigo, su venganza fue terrible: le hizo saber a todo el que quiso saber que ni la tenia tan enorme, ni tan dura. Tampoco me importó mucho, porque mi recámara estaba, sin yo saberlo, completamente llena.
Aquella relación con Rita, que había durado nada menos que siete meses, había levantado ampollas entre el resto de las chicas del instituto, ya que Rita nunca había estado más de dos semanas con ninguno de sus “novios”, y sin embargo había acaparado durante casi un curso entero al niño más deseado del lugar. En ese momento, Esther había acabado su transformación, y volvíamos a ser amigos, por lo que, cuando Carlos no estaba delante, ella se dedicaba a cantar mis beldades a todas sus amigas, que ahora eran muchas.
No te aburriré con nombres, descripciones, datos. Sólo te diré que, entre los exámenes de Mayo y los de Septiembre, me acosté con más de cincuenta chicas. No cuento a los hombres de mis vacaciones ibicencas. Yendo ya para los dieciocho años, mi desarrollo casi se había completado, convirtiéndome en un hombre realmente atractivo, guapo, llamativo, y que no aparentaba en absoluto ser menor de edad.
Bueno, a lo que iba. En definitiva, follé con todas aquellas chicas, intenté incluso comenzar algún tipo de relación con algunas de ellas, pero la única conclusión a la que llegué es que ninguna de ellas me atraía sexualmente. Como me pareció harto extraño que entre tanto para escoger nada me llamara la atención, se lo comenté a papá. Noté un cierto orgullo en su expresión, pero no pudo evitar aconsejarme que volviera a visitar al psicólogo porque me había convertido en un ninfómano. Le contesté, por supuesto, que para ser filósofo y profesor universitario, tenía poco control del vocabulario, y también que lo mío no era un problema de mi psique, sino de mi polla, que tenía vida propia y una energía inusitada, incluso para un adolescente.
¡Claro que le dije que era definitivamente gay! De eso trataba el tema. Lo único que quería al hablar con él era que terminara de admitir las cosas como eran. Aunque papá no tenía ningún problema con la homosexualidad en general, mantuvo, por si acaso, una nueva reunión telefónica con mamá, tras la cual me hizo saber que mis preferencias sexuales no harían cambiar en absoluto el orgullo que sentían por mí como hijo, como persona, como estudiante, y el profundo amor que me profesaban. Eso sí, impuso ciertas normas de conducta que me parecieron completamente lógicas y saludables, a saber: de nuevo el tema de la responsabilidad y el sexo seguro, cuestión que no me preocupaba ya que, por temor a embarazos nada deseados, me había convertido en el “hombre-látex”; también me pidió que, si iba a tener relaciones con tantos hombres como había tenido durante esa temporada con mujeres, lo hiciera como lo había hecho hasta ahora: discretamente. Esto no significaba que le importara mi salida del armario de cara a la galería, sino que no quería encontrarse cada mañana a alguien diferente sujetándose el rabo delante de nuestro báter común. Tampoco me importó: sólo tres personas habían probado hasta entonces mi cama: Carlos, Rita y una tercera que no viene a cuento relatar ahora, y papá no se había enterado nunca. Por último, me rogó que no cambiara, ni hacia mí mismo, ni hacia él, ni hacia nadie. Que siguiera siendo tan maduro y sincero, y le contara cualquier cosa que creyera conveniente.
El haber sentado unas bases de entendimiento con papá me tranquilizó, e hizo que por fin me abriera completamente a mi sexualidad. De modo que comencé a meterme en el mundo gay, primero visitando un colectivo de gays y lesbianas, donde me aconsejaron convenientemente, haciéndome saber que a mi edad ser consecuente y responsable de mis actos debía ser lo más importante. Me dieron varias direcciones web de consulta de todo tipo, y algunas notas sobre un plano del ambiente gay de Madrid. Entré en varios chats y páginas de contactos de Internet, gracias a los que me di cuenta de lo fácil que me resultaría encontrar sexo si lo necesitaba. También entré en varios foros y páginas de consulta, donde la gente hablaba de sus preocupaciones y miedos, de modo que desde el principio supe que aquello no iba a resultar tan fácil en absoluto. Sí, el sexo sí, pero el resto... Me informé todo lo posible sobre el SIDA y las ETS. Y, finalmente, me lancé de cabeza al ambiente, donde empecé a acudir, en compañía de otros chicos jóvenes a los que iba conociendo por Internet.
Fue una época un tanto enloquecida, en la que bebí mucho, probé bastantes drogas diferentes y, lo mejor, follé todo lo que quise, por fin, con los objetos de mi deseo: hombres. Jóvenes y maduros, con físicos impresionantes o penosos, interesantes o anodinos, interesados por mí o sólo por mi sexo. Durante casi cinco años pensé que alguna de esas noches de sexo desenfrenado estallaría de júbilo.
Pero una de esas noches lo que me pasó es que conocí a Julio. Él fue la primera persona que me hizo disfrutar de mi cuerpo por completo, ofreciéndome mucho más que sexo. En tanto tiempo nunca nadie se había ocupado de mí, de mi cuerpo y de mi corazón. La primera noche que nos acostamos su ternura, su suavidad, su atención, su dulzura, me excitaron tanto, que consiguió que me corriera con un simple roce de sus labios en mi polla, después de estar casi dos horas acariciando y besando todo mi cuerpo. Fue tanto lo que sentí y tan fuerte, todo junto, nuevo, y bueno, que lloré abrazado a él, como un niño al que al fin le hacen el regalo que le han negado durante años.
Julio y yo permanecimos juntos casi once años, durante los cuáles el sexo fue tan maravilloso y completo que nunca sentí la necesidad de hacerlo con terceras personas, y hasta donde yo sé, él tampoco. Sólo una vez, cuando llevábamos ya tiempo viviendo juntos, hice el amor con Carlos, a modo de su “despedida de soltero”. Ya llevaba varios años casado con Esther, los niños ya habían nacido. Los dos éramos felices con nuestras parejas, pero en una noche de borrachera para celebrar mi ascenso en el trabajo, le confesé que le echaba mucho de menos, y él que desde hacía años deseaba haber podido disfrutar de una última vez conmigo. De modo que lo hicimos. Representó la constatación del cariño que aún sentimos por el otro, y realmente fue la última vez... hasta que rompí con Julio.
No sé qué pasó. El sexo seguía siendo maravilloso. El amor y la pasión ciegos habían dado paso a un cariño y entendimiento que nos habían unido con unos lazos a prueba de cualquier revés. Pero algo pasaba, y los dos lo sabíamos. Quizás era una amistad demasiado sincera para poder mantenerse como una relación de pareja. Eso es lo que he pensado siempre pero, sinceramente, no sabemos qué nos pasó. Seguimos siendo íntimos amigos...
No me mires así, no somos tan íntimos.
Tras cortar con él y encontrarme de nuevo viviendo solo, pensé que lo mejor que podía hacer era refugiarme en la futilidad del ambiente, volver a dar rienda suelta a mi libertad. Y así lo hice. Durante años, nuestras costumbres como pareja nos habían llevado a relajar considerablemente nuestra vida social. Nuestros amigos eran gente tranquila y culta, igual de casera que nosotros, así que me resultó extraño salir por el ambiente, yo solo, en busca de sexo. Pero lo hice. Mi cuerpo se estaba disparando de nuevo, y le dejé seguir sus propios pasos en busca de desahogo. Por supuesto, ya no era lo mismo que a los veinte años, pero no por falta de ganas o de vigor, sino porque las comparaciones son odiosas. Tardé tiempo en darme cuenta, pero finalmente caí en el problema que estaba teniendo: tras once años de sexo increíble con Julio, nadie me ofrecía más que una corrida. Con más o menos parafernalia, pero una simple corrida al fin y al cabo. Y a pesar de las necesidades puramente físicas, aquello ya no era suficiente.
Un día, tiempo después, recordé aquella conversación con papá, en la que le prometí contarle mis alegrías y mis penas. Así que allí estaba yo, un hombretón de casi treinta y ocho años contándole su vida sexual a su padre sesentón. Papá me sorprendió con su confesión: después del divorcio de su segunda mujer, no había vuelto a tener relaciones sexuales. Se masturbaba a diario, y eso era más que suficiente para él, además de proporcionarle los mejores orgasmos que había tenido en años. No pensé que mi mano pudiera sustituir a los hombres en general, ni a Julio en particular, pero durante una larga temporada, me dediqué a redescubrir mi cuerpo. Y la verdad es que papá casi, casi, tenía razón.
Por supuesto, dejé que algún que otro hombre intentara darme lo que necesitaba. En mis salidas por el ambiente con Julio, que no pretendían ser más que ratos de conversación y cañas con un amigo, conocí a un par de tíos que podrían haberme hecho cambiar de idea sobre mi soltería. Pero no funcionó en ninguno de los dos casos. Uno de ellos era demasiado putón para mantener una relación monógama, que era lo que yo pretendía. El otro –tú le conoces: Andrés- tenía demasiado miedo de vivir su sexualidad abiertamente, y yo no estaba dispuesto a vivir en pareja dentro de un armario. No había vivido y aprendido tanto para luego esconderlo todo. El primero resultó incapaz de amar por completo a otro persona. El segundo, a sí mismo.
Así que aquí me tienes. Puedes pensar que en realidad no tengo tanta experiencia con hombres como piensan nuestros amigos. Y quizá sea cierto. Es innegable que otros hombres, incluso más jóvenes que yo, tienen mucha más experiencia. Pero creo que la que tengo es suficiente para saber de qué va todo.
¿Que por qué te he contado todo esto? Porque te quiero, y quiero que sepas quién soy, y por qué soy.
Quiero que entiendas mi amistad con Carlos y Julio, lo que nos mantiene unidos y lo que ha hecho que nos queramos como nos queremos. Quiero ser sincero contigo, y quiero que sepas que nunca te seré infiel, pero también que entiendas que ellos están ahí y lo estarán siempre. Quiero que sepas que, aunque mi relación contigo no se basará en el sexo, si éste falla, yo fallaré. Y quiero que sepas por qué me he enamorado de ti, y lo que nunca me valdrá en una relación.
Y quiero que te lo pienses y, si no lo entiendes, me dejes.
Pero pronto llegó el problema por el que lo dejaríamos: mis hormonas desatadas. Y es que Esther no quería pasar de los magreos que nos pegábamos en el parque o en el portal de su casa. Coincidió, además, con el “problema” de Carlitos. Cuando yo salí del armario, él no hizo lo mismo. Le daban miedo sus padres, que no eran filósofos racionalistas, sino panaderos de barrio, que se estaban dejando un pastón en el colegio de pago de su hijo, futuro primer universitario de la familia. Cuando por fin se destapó, con dieciséis años recién cumplidos, sus padres, efectivamente, montaron en cólera. No le llevaron a un “consejero” porque no tenían dinero para pagarlo, así que le prohibieron verme. Por supuesto, nos veíamos en la Escuela, pero ya no podía venir a estudiar a mi casa, momento en que dejábamos fluir nuestro deseo casi a diario, así que sólo podíamos desahogarnos muy de vez en cuando en algún servicio, o en el vestuario del gimnasio del instituto, con más miedo que ganas.
Aquello me hizo insistir aún más con Esther, pero la pobre muchacha, a pesar de su educación moderna y liberal, no podía darme lo que yo necesitaba en aquel momento. En el fondo, su amor por mí seguía siendo el mismo que cuando teníamos ocho años: incondicional, profundo, sincero. Pero también era un poco infantil, del todo platónico y completamente asexual. Intenté entonces terminar nuestra relación con un arrebato de sinceridad y le conté lo de Carlitos. Se enfadó muchísimo conmigo, se sintió herida y ultrajada, y fue el final de nuestra pareja. Estuvo una larga temporada sin hablarme. Pero sí que habló con Carlitos, quien le confirmó, según me contó después, toda la historia, pero que introdujo un cambio sustancial: él pretendía ser completamente heterosexual, casarse y tener hijos. Así que Esther y Carlitos terminaron enrollándose. Para él, el sexo no era tan importante como para mí: le gustaba matarse a pajas. Y así disponía de una chica que presentar a sus padres para que le dejaran en paz. Se lo agradecimos los dos a todos los dioses, porque pudimos volver a estudiar juntos.
Carlos y Esther, efectivamente, se casaron, y tuvieron dos magníficos hijos, Borja y Bárbara, gemelos, que adoran a su tío postizo, es decir, a mí, porque les apoyé incondicionalmente cuando confesaron su homosexualidad a sus padres. Por fortuna, Esther ya estaba curada de espantos, y se había convertido en una mujer realmente moderna y liberal. No así los abuelos paternos de los chicos, quienes por supuesto me echaron la culpa de que sus nietos tuvieran esa “enfermedad”.
Carlos y yo, mientras tanto, seguíamos disfrutando de nuestros estudios, tanto durante su noviazgo asexuado como durante los diecinueve años que duró su matrimonio, con la excepción de las temporadas en que yo estuve emparejado. Bueno, no todas, pero sí la mayoría.
En fin, prosigamos con mi adolescencia.
Como el amor incondicional de Esther no había funcionado en aspectos realmente importantes para la edad y el momento hormonal en que me encontraba, decidí hacer una encuesta entre el resto de compañeros del instituto para saber cuál era la chica que se había acostado con más y enrollarme con ella. Supuse que mi insaciabilidad la haría dedicarse en exclusiva a mí. Bueno, a mi cuerpo. Y así fue.
Tras la exhaustiva encuesta, me dediqué a perseguir a la Bluesy, así llamada por su fetichismo por el azul, y su facilidad para mostrar sus encantos a través de blusas transparentes y/o abiertas. También la llamaban la Reina Midas, porque todo lo que tocaba se ponía como el oro: duro. Su Top #1: unas mamadas espectaculares.
Rita, que así se llamaba en realidad, se hizo de rogar durante un mes, según los novios de sus amigas porque yo había estado con Esther, la chica más odiada del instituto, y ninguna de las otras se rebajaría en ese momento a enrollarse conmigo, a pesar de ser el cuerpo más deseado de las clases de gimnasia. Pero Rita finalmente cayó en la tentación, gracias a los cotilleos que, comenzando en el vestuario masculino, se extendieron como pólvora por todo el instituto, llegando hasta ella a través de las novias de mis amigos, quienes le aseguraron que, además de ser un quesito enorme y duro, tenía otras cosas enormes y duras. Rita no pudo evitarlo aquella noche de discoteca en que, tras un mes de acercamientos fallidos, me pegué a ella bailando. Ella –o mejor dicho, sus senos- se pegó a mí, y discretamente me metió mano para comprobar el material, que respondió de inmediato y que, cinco minutos después, estaba en su boca, poniendo berracos con el ruido de succión al resto de tíos del servicio de hombres de la discoteca. Aquel fue el principio de una serie de proezas sexuales llevadas a cabo en los sitios más inverosímiles, desde la encimera de su cocina, con toda su familia en casa, hasta el escenario del Salón de Actos del instituto, minutos antes de una reunión de la APA. Rita se confirmó como una consumada artista oral, que necesitaba que le diera de comer al menos una vez al día, con lo que mis hormonas se relajaron por fin durante unos meses.
Tal fue el relax, que acabó con nuestra relación. Al principio, ni a Rita ni a mí nos hacía falta esforzarnos para llegar a un muy buen nivel de excitación, pero según pasaban los días, me iba dando cuenta de que realmente no me atraía, y cuando no estaba excitado, pensaba en Carlos para empalmarme. Como ya empezaba a ser costumbre en mí, le conté la verdad, pero no reaccionó como yo esperaba, con algún numerito de heridas y ultrajes, sino que se puso más cachonda que de costumbre, y me propuso un trío con Carlos. El polvo que echamos aquella noche fue el mejor de nuestra carrera, porque a mí también me puso muy bestia imaginarme el trío, aunque sabía que no se produciría. Aunque Carlos y yo seguíamos estudiando juntos, para él yo era una cosa, y el resto del mundo era otra: mientras estuviera con Esther, sería incapaz de acostarse con otra tía.
Así que Bluesy se acabó. Como ella quería seguir conmigo, su venganza fue terrible: le hizo saber a todo el que quiso saber que ni la tenia tan enorme, ni tan dura. Tampoco me importó mucho, porque mi recámara estaba, sin yo saberlo, completamente llena.
Aquella relación con Rita, que había durado nada menos que siete meses, había levantado ampollas entre el resto de las chicas del instituto, ya que Rita nunca había estado más de dos semanas con ninguno de sus “novios”, y sin embargo había acaparado durante casi un curso entero al niño más deseado del lugar. En ese momento, Esther había acabado su transformación, y volvíamos a ser amigos, por lo que, cuando Carlos no estaba delante, ella se dedicaba a cantar mis beldades a todas sus amigas, que ahora eran muchas.
No te aburriré con nombres, descripciones, datos. Sólo te diré que, entre los exámenes de Mayo y los de Septiembre, me acosté con más de cincuenta chicas. No cuento a los hombres de mis vacaciones ibicencas. Yendo ya para los dieciocho años, mi desarrollo casi se había completado, convirtiéndome en un hombre realmente atractivo, guapo, llamativo, y que no aparentaba en absoluto ser menor de edad.
Bueno, a lo que iba. En definitiva, follé con todas aquellas chicas, intenté incluso comenzar algún tipo de relación con algunas de ellas, pero la única conclusión a la que llegué es que ninguna de ellas me atraía sexualmente. Como me pareció harto extraño que entre tanto para escoger nada me llamara la atención, se lo comenté a papá. Noté un cierto orgullo en su expresión, pero no pudo evitar aconsejarme que volviera a visitar al psicólogo porque me había convertido en un ninfómano. Le contesté, por supuesto, que para ser filósofo y profesor universitario, tenía poco control del vocabulario, y también que lo mío no era un problema de mi psique, sino de mi polla, que tenía vida propia y una energía inusitada, incluso para un adolescente.
¡Claro que le dije que era definitivamente gay! De eso trataba el tema. Lo único que quería al hablar con él era que terminara de admitir las cosas como eran. Aunque papá no tenía ningún problema con la homosexualidad en general, mantuvo, por si acaso, una nueva reunión telefónica con mamá, tras la cual me hizo saber que mis preferencias sexuales no harían cambiar en absoluto el orgullo que sentían por mí como hijo, como persona, como estudiante, y el profundo amor que me profesaban. Eso sí, impuso ciertas normas de conducta que me parecieron completamente lógicas y saludables, a saber: de nuevo el tema de la responsabilidad y el sexo seguro, cuestión que no me preocupaba ya que, por temor a embarazos nada deseados, me había convertido en el “hombre-látex”; también me pidió que, si iba a tener relaciones con tantos hombres como había tenido durante esa temporada con mujeres, lo hiciera como lo había hecho hasta ahora: discretamente. Esto no significaba que le importara mi salida del armario de cara a la galería, sino que no quería encontrarse cada mañana a alguien diferente sujetándose el rabo delante de nuestro báter común. Tampoco me importó: sólo tres personas habían probado hasta entonces mi cama: Carlos, Rita y una tercera que no viene a cuento relatar ahora, y papá no se había enterado nunca. Por último, me rogó que no cambiara, ni hacia mí mismo, ni hacia él, ni hacia nadie. Que siguiera siendo tan maduro y sincero, y le contara cualquier cosa que creyera conveniente.
El haber sentado unas bases de entendimiento con papá me tranquilizó, e hizo que por fin me abriera completamente a mi sexualidad. De modo que comencé a meterme en el mundo gay, primero visitando un colectivo de gays y lesbianas, donde me aconsejaron convenientemente, haciéndome saber que a mi edad ser consecuente y responsable de mis actos debía ser lo más importante. Me dieron varias direcciones web de consulta de todo tipo, y algunas notas sobre un plano del ambiente gay de Madrid. Entré en varios chats y páginas de contactos de Internet, gracias a los que me di cuenta de lo fácil que me resultaría encontrar sexo si lo necesitaba. También entré en varios foros y páginas de consulta, donde la gente hablaba de sus preocupaciones y miedos, de modo que desde el principio supe que aquello no iba a resultar tan fácil en absoluto. Sí, el sexo sí, pero el resto... Me informé todo lo posible sobre el SIDA y las ETS. Y, finalmente, me lancé de cabeza al ambiente, donde empecé a acudir, en compañía de otros chicos jóvenes a los que iba conociendo por Internet.
Fue una época un tanto enloquecida, en la que bebí mucho, probé bastantes drogas diferentes y, lo mejor, follé todo lo que quise, por fin, con los objetos de mi deseo: hombres. Jóvenes y maduros, con físicos impresionantes o penosos, interesantes o anodinos, interesados por mí o sólo por mi sexo. Durante casi cinco años pensé que alguna de esas noches de sexo desenfrenado estallaría de júbilo.
Pero una de esas noches lo que me pasó es que conocí a Julio. Él fue la primera persona que me hizo disfrutar de mi cuerpo por completo, ofreciéndome mucho más que sexo. En tanto tiempo nunca nadie se había ocupado de mí, de mi cuerpo y de mi corazón. La primera noche que nos acostamos su ternura, su suavidad, su atención, su dulzura, me excitaron tanto, que consiguió que me corriera con un simple roce de sus labios en mi polla, después de estar casi dos horas acariciando y besando todo mi cuerpo. Fue tanto lo que sentí y tan fuerte, todo junto, nuevo, y bueno, que lloré abrazado a él, como un niño al que al fin le hacen el regalo que le han negado durante años.
Julio y yo permanecimos juntos casi once años, durante los cuáles el sexo fue tan maravilloso y completo que nunca sentí la necesidad de hacerlo con terceras personas, y hasta donde yo sé, él tampoco. Sólo una vez, cuando llevábamos ya tiempo viviendo juntos, hice el amor con Carlos, a modo de su “despedida de soltero”. Ya llevaba varios años casado con Esther, los niños ya habían nacido. Los dos éramos felices con nuestras parejas, pero en una noche de borrachera para celebrar mi ascenso en el trabajo, le confesé que le echaba mucho de menos, y él que desde hacía años deseaba haber podido disfrutar de una última vez conmigo. De modo que lo hicimos. Representó la constatación del cariño que aún sentimos por el otro, y realmente fue la última vez... hasta que rompí con Julio.
No sé qué pasó. El sexo seguía siendo maravilloso. El amor y la pasión ciegos habían dado paso a un cariño y entendimiento que nos habían unido con unos lazos a prueba de cualquier revés. Pero algo pasaba, y los dos lo sabíamos. Quizás era una amistad demasiado sincera para poder mantenerse como una relación de pareja. Eso es lo que he pensado siempre pero, sinceramente, no sabemos qué nos pasó. Seguimos siendo íntimos amigos...
No me mires así, no somos tan íntimos.
Tras cortar con él y encontrarme de nuevo viviendo solo, pensé que lo mejor que podía hacer era refugiarme en la futilidad del ambiente, volver a dar rienda suelta a mi libertad. Y así lo hice. Durante años, nuestras costumbres como pareja nos habían llevado a relajar considerablemente nuestra vida social. Nuestros amigos eran gente tranquila y culta, igual de casera que nosotros, así que me resultó extraño salir por el ambiente, yo solo, en busca de sexo. Pero lo hice. Mi cuerpo se estaba disparando de nuevo, y le dejé seguir sus propios pasos en busca de desahogo. Por supuesto, ya no era lo mismo que a los veinte años, pero no por falta de ganas o de vigor, sino porque las comparaciones son odiosas. Tardé tiempo en darme cuenta, pero finalmente caí en el problema que estaba teniendo: tras once años de sexo increíble con Julio, nadie me ofrecía más que una corrida. Con más o menos parafernalia, pero una simple corrida al fin y al cabo. Y a pesar de las necesidades puramente físicas, aquello ya no era suficiente.
Un día, tiempo después, recordé aquella conversación con papá, en la que le prometí contarle mis alegrías y mis penas. Así que allí estaba yo, un hombretón de casi treinta y ocho años contándole su vida sexual a su padre sesentón. Papá me sorprendió con su confesión: después del divorcio de su segunda mujer, no había vuelto a tener relaciones sexuales. Se masturbaba a diario, y eso era más que suficiente para él, además de proporcionarle los mejores orgasmos que había tenido en años. No pensé que mi mano pudiera sustituir a los hombres en general, ni a Julio en particular, pero durante una larga temporada, me dediqué a redescubrir mi cuerpo. Y la verdad es que papá casi, casi, tenía razón.
Por supuesto, dejé que algún que otro hombre intentara darme lo que necesitaba. En mis salidas por el ambiente con Julio, que no pretendían ser más que ratos de conversación y cañas con un amigo, conocí a un par de tíos que podrían haberme hecho cambiar de idea sobre mi soltería. Pero no funcionó en ninguno de los dos casos. Uno de ellos era demasiado putón para mantener una relación monógama, que era lo que yo pretendía. El otro –tú le conoces: Andrés- tenía demasiado miedo de vivir su sexualidad abiertamente, y yo no estaba dispuesto a vivir en pareja dentro de un armario. No había vivido y aprendido tanto para luego esconderlo todo. El primero resultó incapaz de amar por completo a otro persona. El segundo, a sí mismo.
Así que aquí me tienes. Puedes pensar que en realidad no tengo tanta experiencia con hombres como piensan nuestros amigos. Y quizá sea cierto. Es innegable que otros hombres, incluso más jóvenes que yo, tienen mucha más experiencia. Pero creo que la que tengo es suficiente para saber de qué va todo.
¿Que por qué te he contado todo esto? Porque te quiero, y quiero que sepas quién soy, y por qué soy.
Quiero que entiendas mi amistad con Carlos y Julio, lo que nos mantiene unidos y lo que ha hecho que nos queramos como nos queremos. Quiero ser sincero contigo, y quiero que sepas que nunca te seré infiel, pero también que entiendas que ellos están ahí y lo estarán siempre. Quiero que sepas que, aunque mi relación contigo no se basará en el sexo, si éste falla, yo fallaré. Y quiero que sepas por qué me he enamorado de ti, y lo que nunca me valdrá en una relación.
Y quiero que te lo pienses y, si no lo entiendes, me dejes.
7 comentarios:
estoy sorprendido de encontrar este texto... gratamente sorprendido... es muy bueno, fácil de leer y bastante "sincero" (si todo lo que dices es real); aunque un poco "idílico" (eso de tener padres tan liberales y concientes no es lo usual; pero al final no me queda claro si es una carta de amor para un nuevo amor o una reafirmación de los grandes amores de tu vida... hay momentos que uno escribe para sincerarse con uno mismo y darse cuenta que ha vivido y ha sido capaz de amar a pesar del tiempo...
Gracias por compartir tu texto
Vaya, pues muchas gracias por la opinión, hombre. Siempre es un gusto gustar!
No, nada de lo que cuento en esta entrada es real. Es una historia corta más de las muchas que he escrito en mi vida, un capítulo más de una novela formada por relatos. Si vuelves por aquí, mira más abajo y encontrarás más ;)
Joer, como tengo tanto que leer para ponerme al día no me da tiempo a leer el relato.
Esta noche lo intento y si no mañana.
Argh! Qué me quedo con toas las ganas, coño!
besicos!
Hay que ver lo bien que escribes, jodío ...
Muchas gracias, guapetón. A ver cuándo me ligo a un editor que piense lo mismo! O al menos que piense que la mamo como los ángeles, que también suele servir... XD
Lástima no ser editor ... :-p
Uys, lo que me ha dicho!!! XD
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