sábado, 28 de febrero de 2009

De amor y sexo (y otras sandeces), 14

FILIAS, 4: "CARRETERA Y MANTA"

Tengo cuarenta y dos años, pero aparento treinta. No quiero echarme flores, es así de sencillo, tengo esa suerte. No tengo ni una cana, y el color de mi pelo es natural, se ve en el resto del cuerpo que, por otro lado, es perfecto. He sido un buen atleta desde el colegio, lo que me ha procurado un muy buen tono muscular y un cuerpo realmente bonito. Además, soy guapo, y morboso. Y me gusta el sexo.
Aún así, he estado años sin explotar todo esto. Cuando acabé mi segundo master ya ganaba suficiente dinero como para darme todos los caprichos. Y me los daba, pero mi trabajo me gustaba tanto que me absorbía por completo. Me convertí, sin darme cuenta, en un ejecutivo trabajólico. Trabajaba catorce horas diarias de lunes a sábado, y los domingos comprobaba la validez del trabajo en casa. Tres o cuatro veces al mes, viajes de cuarenta horas (incluidos los vuelos) a Boston, Sao Paulo, Johannesburgo; o de ida y vuelta en el día a varias capitales europeas.
Pero un día, hace unos tres años, todo esto cambió. Ni mi adicción al estrés, ni mi buena forma física evitaron el infarto. Un infarto antes de los cuarenta y con una salud teóricamente a prueba de bomba. Una larga baja y después el trabajo con cuentagotas. Por supuesto, una temporada sin subirme a un avión.
Tanto tiempo pensando en mi salud me hizo reaccionar. Consulté mis cuentas y, como eran bastante positivas, presenté mi dimisión. Vendí la casa, pues ya empezaba a odiar Madrid. También vendí todo el arte que había ido comprando como inversión, y los dos coches de lujo. Me quedé con el 4x4 y un par de maletas de ropa cómoda y cosas personales. Un lunes por la mañana llamé a la DGT para que me informaran sobre qué salida de Madrid estaba mejor de tráfico y por allí salí, sin saber dónde acabaría aquella noche.
Fueron varias semanas impagables. Gracias a ellas me puedo considerar un experto en rincones especiales, geografía y arquitectura. Una delicia que me apena que otras personas no puedan disfrutar. Me levantaba pronto por las mañanas, desayunaba a gusto en algún sitio típico del pueblo donde estuviera, y a las diez ya estaba en marcha. Tres horas de coche te llevan a muchos sitios diferentes, así que a la una de la tarde paraba allá donde hubiera llegado, buscaba un hostal, comía, y me dedicaba a patearme el lugar. Si era una ciudad grande, me quedaba más tiempo. También en los sitios con playas gozosas, o en las casas rurales que me proporcionaban gente interesante, paisajes excepcionales. Casi medio año de movimiento.
Un día, aún no sé por qué, me levanté con ganas de carretera. Estaba en Roses, y decidí ir a Huelva, donde aún no había estado nunca. Estaba claro que era una locura hacerlo de un tirón, de modo que sobre las ocho de la tarde decidí parar en un área de servicio en algún sitio de la provincia de Murcia. Cogí una habitación en el motel del complejo, eché gasolina, comprobé el estado del coche y entré en el bar a tomarme un gazpacho. En las mesas y la barra había grupos de camioneros, de los que habían ido llegando entretanto. Como todos los urbanitas homosexuales medio atontados, tenía una idea un tanto de cómic alemán de los camioneros: hombretones rudos y fuertes, grandes y velludos, manchados y llenos de tatuajes. Me sorprendió ver que no era cierto.
También me sorprendió que uno de ellos, sentado en la mesa frente a la mía, se despatarrara y comenzara a magrearse el paquete, mirándome directamente a los ojos. De hecho, me sorprendió tanto que ni siquiera me di cuenta de que yo mismo acariciaba mi erección a través del vaquero. Me llenó de pavor que, cuando me hizo una seña con la cabeza, yo le siguiera hasta el servicio. Una vez dentro, aquel hombre me empujó contra una pared y comenzó a besarme y morderme la boca y el cuello, mientras con una mano me apretujaba el pecho y con la otra el culo, frotando todo su cuerpo contra el mío, su erección contra la mía, ya dolorosa a causa del mínimo slip que en la oficina nunca me había molestado.
Rápidamente, se desabrochó el pantalón y sacó su rígida polla. Me sentía mareado y empezaba a darme miedo el ritmo aceleradísimo de mi corazón, pero estaba salido, no me reconocía a mí mismo. Mi excitación era tal que pensé que si aquel hombre tocaba mi polla en ese momento, me correría sin poder hacer nada por evitarlo. Entonces dijo las palabras mágicas:
- Vamos, maricón, chúpame el rabo.
Tironeó de mí para meternos en un cubículo que, afortunadamente, estaba muy limpio. Incluso olía a pino. Allí dentro me arrodillé como pude y le hice la que creo que era la tercera o cuarta mamada que había hecho en toda mi vida. El tío me follaba, literalmente, la boca, sujetando mi cabeza por la nuca. Yo me atragantaba, tosía, intentando respirar medio ahogado con mi propia saliva, mientras me masturbaba desesperado por correrme. El tío gemía sin ningún pudor hasta que, de repente, me agarró por las sienes.
- Aparta, que me corro.
Le miré desde abajo, entre las lagrimillas que caían de mis ojos a causa del esfuerzo, sin dejar de masturbarme. Aún sujetándome la cara entre sus manos, sonrió:
- Qué cachonda estás, perra. Me gustas. Date la vuelta.
Y dicho esto, empujó mi cabeza hacia un lado y me levantó tirando de mis sobacos. Separó mis piernas con dos patadas de sus botas y me empujó sin ningún cuidado hacia delante, de modo que me vi apoyado en la cisterna, mirando a la pared con los ojos enormemente abiertos, gimiendo al ritmo del pajote que seguía haciéndome. Le oí escupir un par de veces, y noté sus dedos mojándome el culo.
Me la metió de golpe, y empezó a follarme a un ritmo frenético, agarrándome de las caderas. Con cada movimiento profería un nuevo insulto.
Paró para coger aire. Paré para no correrme. Sentía su polla latiendo dentro de mí. Dejó caer todo su cuerpo sobre mi espalda. Con una mano agarró mi polla por la base, y apretó como para evitar una corrida. Noté cómo mi capullo se hinchaba y endurecía aún más, si cabe. Con la otra mano tiró de mi pelo hacia atrás, y estuvo a punto de arrancarme una oreja de un mordisco.
- ¿Quieres que me corra dentro, zorra?
Un calor tremendo subió desde mis intestinos hasta mis sienes, y volví a sentirme mareado. Pero comencé a mover las caderas frenéticamente, sin poder evitar ya una corrida explosiva, manchando la cisterna, la pared, mis pantalones tirados en el suelo. No hizo falta decirle nada. Con un fuerte golpe de cadera se quedó pegado a mi culo, gritó dos veces y una corriente de lava comenzó a quemarme las tripas. Con cada movimiento de su cuerpo empujaba más al mío contra la pared, mi cara ardiente pegada a los azulejos fríos.
No esperó a que su polla estuviera fláccida. La sacó tan de golpe como la había metido, se la limpió con papel higiénico y se vistió en cinco segundos. Yo era incapaz de moverme, intentando normalizar mi respiración sin conseguirlo. Se despidió con un fuerte palmotazo en el culo.
- Muy buen culo, zorra.
Abrió la puerta y se largó.
No sabía si llorar o reír. La única sensación cierta era que tenía el culo abierto y tremendamente vacío. Apoyé los hombros contra la puerta y, abriéndome de piernas, me metí un dedo. Noté su semen chorreando por un muslo. Metí otro dedo. Mi polla estaba dura de nuevo, así que me follé a mí mismo con los dedos y me pajeé otra vez, como loco. Sin pensar. Sin reparar en lo que me había pasado y en lo que estaba haciendo. Sólo disfrutando.

Cinco días después encontré un motel unos kilómetros antes de entrar en Zaragoza. El bajo del edificio era un restaurante cutre, que no llegaba, a pesar de los neones, a ser un puticlub. El lugar perfecto.
El dueño abrió mucho los ojos cuando le pagué por adelantado un mes de habitación. La más grande, con una hermosa terraza en la que tomo el sol desnudo y en la que, cuando me apetece, les muestro mi cuerpo –discretamente, no quiero problemas con el dueño- a los camioneros que van parando en el aparcamiento.
Casi todas las noches ceno en el restaurante, donde me resulta muy fácil ligar con alguno de ellos. Otras veces no me apetece bajar, así que dejo la puerta de la habitación entreabierta, y cuando oigo unas llaves asomo la nariz. Si es un hombre solo le sonrío. Si me devuelve la sonrisa, le muestro mi desnudez y mi polla ya erecta. Casi nunca falla.
Algunos preguntan. Entonces les cobro. Me excita mucho más. Pero lo que más cachondo me pone, y se lo hago saber a todos, es que me traten como lo haría un camionero de cómic alemán.
- Vamos, cabrón –les susurro con voz de gata en celo-: fóllame... que soy tu putita.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

La de vueltas que puede dar la vida, oyes.

Vaya giro ha pegado la historia. Conforme iba leyendo pensaba que era el sueño de cualquiera, tener mogollón de dinero para retirarse del curro y hacer lo que más le gusta a uno ... pero el final, ejem, estoooo ...

Ah, me encantaría saber como continua la historia del personaje, sip, qué nuevos giros dará su vida y eso.

Besicos!

MadRod dijo...

Quizá cuando sea mayora haga una segunda parte de este libro. En un principio lo escribí pensando en que todos los personajes se conocían o estaban relacionados de alguna manera, pero luego me lié demasiado, aunque sí que se vé en alguna historia algún nombre de otra, una referencia a un amigo...
Ya me lo pensaré en unos años XD

Anónimo dijo...

Ejem ... iba a decir que no te esperes muchos años ... pero visto que aun no me has perdonado lo del año pasado, mejor no digo ná :-p

MadRod dijo...

Oys, hijo, no se pué ser una miajita rencoroso, oyes!