PAREJAS, 1: "EL TIEMPO PERDIDO"
Fede se fue del Enfrente después de decirle que no a otro tío que quería follar con él.
No era guapo, lo sabía, ni tenía un cuerpo de escándalo. Era un tío casi cuarentón que se estaba quedando calvo y estaba echando barriga. Pero tenía un problema con respecto a su físico: su mirada, sus labios, su actitud masculina que dejaba claro lo seguro que estaba de sí mismo, su musculatura, la mata de vello que asomaba por el cuello de sus camisetas, su estatura... Bien, eran varios problemas, que se resumían en uno: resultaba muy atractivo, sexualmente morboso.
Por supuesto, para otros eso no representaba el menor problema. Él mismo había aprovechado aquella condición durante mucho tiempo. Ya que no era un bellezón de los que se llevaban, al menos podía ejercer de súper-macho. Disfrutar mucho del sexo fácil y el ligue rápido. Pero después de años de dar rienda suelta a su libido, se había cansado.
Estaba harto de que nadie fuera un poco más allá. Lo reconocía: nunca había puesto mucho de su parte para conseguir una pareja estable, pero estaba convencido de que era porque no había conocido al hombre de su vida. Sólo había conocido a muñecos, preciosos y simpáticos, por supuesto, que habían ligado con él sólo por echar un buen polvo con aquel tiarro. Había repetido con algunos, pero desde el principio había dejado claro que sólo como “amigos con derecho a roce”, pues ninguno de ellos le había atraído personalmente.
Después de haber ligado en todas las discotecas, saunas, en todos los cuartos oscuros y locales gays, incluso en las cafeterías, ahora no sabía cómo salir de todo aquello. Lo intentó con Internet, pero enseguida se dio cuenta de que la mayoría de aquellos hombres buscaban sexo. “¿Tienes fotos?” “¿Tienes webcam?” “¿Por dónde vives? ...si quieres me paso ahora”. Sólo consiguió amistades con gente de otras ciudades u otros países, aquellos que no tenían la opción de un encuentro sexual en el momento. También conoció a otro tipo de hombres, no sabía si llamarles desesperados, que se movían por los chats con la única intención de encontrar pareja. Se ilusionó con algunos de ellos, pero cuando les conocía en persona, se desilusionaba rápido. La mayoría eran personas que, tras tres conversaciones amistosas, pensaban haber encontrado al hombre perfecto para ellos. Al cuarto de hora de estar sentados juntos en un café o restaurante, ya estaban intentando hacer manitas, besarle, o le estaban llamando “cariño”, “cielo”. Los más audaces dejaban caer un “me gustas mucho”, o aún peor, un “te quiero”, al despedirse, con la esperanza de demorar la despedida, de que Fede se ablandara y les invitara a desayunar. Éstos eran los que menos le gustaban. Incluso algunos le daban miedo: eran hombres que estaban dispuestos a cualquier cosa.
Cuando salió del Enfrente lloviznaba. Hacía bastante frío. Se subió el cuello de la chupa y echó a andar hacia la Gran Vía. Era una noche extraña. Aunque aún no era la una, todo estaba cerrado y apagado. La última sesión de los cines había acabado y sólo se veía a unos pocos viandantes a los que, como a él, la lluvia había sorprendido sin paraguas. Lo más típico de los abriles madrileños.
Por eso le sorprendió ver a aquel muchacho sentado en el suelo, con la cabeza metida entre las piernas. Era evidente, por su forma de vestir, que no vivía en la calle. En un principio pensó que estaría borracho o se habría metido más de lo que podía aguantar, pero al acercarse a él le vio temblar, le oyó sollozar. Fede nunca había podido ver a alguien llorando. Incluso cuando los personajes de las películas lloraban, él lo hacía también.
Se acuclilló al lado del chico y le puso una mano en un hombro.
- Oye, ¿estás bien?
El chico se sobresaltó. Levantó rápidamente la cabeza y miró a Fede, primero con sorpresa, luego con aprensión.
- ¿Qué quieres? –preguntó entre hipos- ¡No tengo nada!
- Tranquilo, hombre, tranquilo, que no te voy a hacer nada. Sólo quería ver si te pasaba algo.
- No me pasa nada. ¡Déjame en paz! –sacudió los hombros para quitarse de encima la mano de Fede.
- Nunca digas que no cuando alguien te quiere echar una mano.
El chico, que había resultado no serlo tanto –Fede le calculó alrededor de los treinta-, le miró, incapaz de responder nada, sin fuerzas para rebatirle. Volvió a meter la cabeza entre las rodillas.
- Vamos, tío –insistió-, estás temblando. Si quieres te acompaño a algún sitio. ¿Cómo se te ha ocurrido salir hoy en camiseta?
- Llevaba una chaqueta –susurró- pero me la han robado –y de nuevo comenzó a sollozar.
- ¿Es eso? Pues venga, vamos, te acompaño a la policía. Hay un cuartel aquí al lado, en la calle...
- No quiero ir a la policía –sollozó el muchacho-. ¡Esto me pasa por gilipollas!
- ¿Te han robado algo más? ¿Necesitas algo?
- ¡Qué va! Ha sido en un local. Me la he quitado, la he dejado por ahí tirada y claro, luego no estaba.
Fede le agarró de un brazo y tiró de él.
- Vamos, hombre, nos estamos empapando. ¿Dónde vives? Si quieres te llevo a tu casa. Tengo el coche por aquí.
- Oye, tío, no voy a follar contigo.
Le soltó, ofendido.
- Ni yo contigo, imbécil. Hala, púdrete ahí tirado, si quieres.
El chico no respondió. Sólo volvió a esconder su cara entre las piernas.
Fede se levantó y siguió andando hacia el aparcamiento de Santo Domingo, donde dejaba el coche en las pocas ocasiones en que lo cogía. Cruzó la Gran Vía en el primer semáforo que pilló, desde el que lanzó una mirada furtiva al chaval. Éste le miraba fijamente cruzar el paso de cebra.
Pasó del tema, pero no lo olvidó. Raramente olvidaba a nadie, fuera cual hubiera sido su interacción.
“Definitivamente” pensó, “el mundo no es de la buena gente”.
Pasó una temporada que le recordó a otras anteriores, de esas en que te das cuenta de que usualmente sólo te fijas en lo que te interesa. Por ejemplo, cuando su padre le obligó a hacer el servicio militar, y veía militares por todas partes. O cuando su novia del instituto se quedó inesperadamente embarazada, le dio la impresión de que en Madrid había un baby-boom.
Pensaba mucho en aquel hijo que vivía en Barcelona con su madre, y que el día en que cumplió la mayoría de edad le había llamado para confesarle que era gay, que llevaba un par de años esperando la oportunidad de poder hablarlo con él. Pero Fede era “El Innombrable” para la familia materna de su hijo. A pesar de que le adoraba, desde que se fueron a Barcelona a vivir con los abuelos maternos, Fede casi no había tenido oportunidad de ver a su hijo. Su madre y sus abuelos habían intentado inculcarle el odio por Fede que ellos mismos sintieron desde el momento en que les dijo que nunca se casaría con ella porque era homosexual. Quizás la vida de su hijo se había visto condicionada por su falta, y lo que buscaba en otros hombres era al padre que le faltaba. Dios, esperaba que Freud no tuviera razón.
La confesión de su hijo bajó de repente la edad media del ambiente gay. Ahora, cuando salía por la noche, se veía rodeado de tiernos infantes que antes no habían estado ahí. Sabía que en este siglo XXI los adolescentes salían del armario sin miedo a represalias, y comenzaban a vivir su sexualidad mucho antes. Lo cual no quitaba que él nunca se hubiera fijado en ellos.
Pues bien, como si de una de esas casualidades se tratara, Fede comenzó a ver al muchacho de la Gran Vía en todas partes. En el bar donde desayunaba de vez en cuando, en sus paseos dominicales por la Gran Vía, en la cafetería de Chueca que tanto le gustaba, en la Fnac. Incluso en televisión. El chico llevaba más de un año apareciendo en los anuncios de una cadena de perfumerías, y desde hacía dos semanas, mostraba su encantador cuerpo serrano en otro anuncio, esta vez el de un gel de baño.
Fede no pudo dejar de observarle en todas las ocasiones que podía. Parecía ser un hombre tímido e inseguro, siempre solo, que nunca hablaba con nadie. Sabía que era guapo, y tenía un cuerpo casi perfecto, pero su actitud en los antros de ambiente en que le encontraba espantaba a los muchos ligues que le salían. Aparentemente su timidez –o esa era la impresión que sacó Fede- le hacía incluso huraño. Su bonita mirada no daba lugar a dudas, parecía decir “no quiero nada contigo”. Por éso, y por su comportamiento la noche de autos, Fede nunca le había dicho nada. Ni siquiera le había saludado con un arqueo de ceja. También era más que posible que el chico no le recordara.
Una tarde, mientras leía el Shangay tranquilamente en un café, vio cómo el chico entraba en el local. Sus miradas se cruzaron una milésima de segundo, pero el chico se fue rápidamente hacia el fondo del local. Fede siguió con su lectura. Tan enfrascado estaba que no se dio cuenta de que el chico estaba plantado de pie a su lado, frotándose nervioso las manos. Aquellos movimientos dejaban transpirar ansiedad.
- Hola –dijo Fede, sonriendo, aunque el chico no se merecía una sonrisa.
- Hola. Me llamo Edu. ¿Me recuerdas?
Fede no tuvo más remedio que conmiserarse de aquel hombre que, dado el rojo encendido de su cara, debía estar ardiendo de vergüenza.
- Si, claro que te recuerdo. El tío de la chaqueta robada.
- Dios, qué corte.
- Qué chorrada, hombre. A todos nos han robado algo alguna vez.
- Ya, pero a mí en realidad no me la robaron. La perdí en un cuarto oscuro –casi susurró estas palabras-, y no he vuelto a entrar en ninguno desde entonces.
Aquel ataque de sinceridad hizo que por fin Edu le cayera simpático.
- Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote. Siéntate.
- ¡No! –Edu abrió mucho los ojos-. Si yo lo único que quiero es pedirte perdón. Me comporté...
- Acepto las disculpas –insistió Fede-. Siéntate, hombre. Tómate un café conmigo.
Edu sonrió. Fede nunca le había visto sonreír, ni siquiera en los anuncios de televisión. Era posible que no lo hiciera porque tenía las palas un poco separadas. Lo que para Fede resultaba un defecto que le daba aún más encanto a su sonrisa, posiblemente sería un serio handicap para su trabajo.
- Vale, pero yo invito.
Estuvieron un rato hablando de lo humano y lo divino. Edu llevaba menos de dos años viviendo en Madrid, donde se había trasladado intentando impulsar su carrera de modelo. Pero, a pesar de que tanto gays como metrosexuales estaban de moda, los modelos masculinos no lo tenían tan fácil como los femeninos, y se había visto obligado a hacer varios trabajos con los que no se sentía nada a gusto, como el anuncio del gel. Había prestado sus manos a un anuncio de móviles, sus pies a uno de plantillas anti-olor, y había modelado para varios folletos de ropa interior y bañadores, pero no veía llegar su oportunidad.
Por otro lado, había pasado meses y meses escondiéndose en un armario lleno de ropa de diseño. Se había decidido a venir a Madrid porque en su ciudad ya no le quedaba nada. Tras más de cuatro años de relación, su novia había cortado con él porque sabía mejor que él mismo que era homosexual. Tras toda una vida negándoselo a sí mismo, había sido un golpe que le había dejado fuera de juego un par de años. Se vio obligado a volver a vivir con sus padres, quienes, a pesar de ser dos señores mayores de pueblo, no le habían cerrado las puertas de su casa ni le habían negado su cariño. Bien es cierto que cuando empezó a visitar a un psicólogo su madre se mostró encantada, pues en el fondo de su corazón pensaba que su hijo tenía una enfermedad que se podía curar.
Por supuesto, el psicólogo hizo cualquier cosa menos “curarle”. Cuando dijo que se iba a Madrid, su madre lloró inconsolable, le dijo que estaba loco, que se iba a morir de hambre, que nunca se iba a curar si se iba a Madrid.
Quizás aquella preocupación de su madre por su salud fue lo que le dio el último empujón. Y de repente, estaba en Madrid: solo, sin conocer a nadie, sin casa, sin dinero, gay. Todo lo primero lo solucionó con diligencia, enviando curriculums y books a todas las agencias que encontró, presentándose a todos los castings de los que se enteró, aunque fueran para concursos televisivos. También empezó a moverse por los antros de famoseo de los que oía hablar en las agencias y castings. Siempre con sus mejores galas, las que mejor mostraban sus encantos, iba de discoteca en discoteca, sonriendo a todo el mundo, intentando pasar toda la noche a base de vasos de agua porque no se podía permitir pagar las consumiciones. Incluso consiguió que alguna vez le invitaran a alguna fiesta privada relacionada con la moda o con el cada vez más útil mundo del freakismo televisivo y del corazón.
Finalmente, una de aquellas noches de discoteca, alguien estaba con alguien que conocía a alguien que le presentó a un director de casting que se enamoró de sus ojos azul intenso y su barba de tres días. Cuando aquel hombre le susurró: “siempre tengo trabajo para cuerpos como el tuyo”, Edu supo lo que tenía que hacer. Y lo hizo, tan diligentemente como si de una entrevista de trabajo se tratara. Afortunadamente, no tuvo que disimular su total inexperiencia en cuanto a sexo con hombres se refería, ya que su nuevo “jefe” se limitó a chuparle todo el cuerpo y a quedarse dormido con la polla de Edu en la boca.
El anuncio de presentación de la cadena de perfumerías fue un éxito. Él era el protagonista absoluto del primer anuncio, en el que, por poco más de cincuenta euros compraba colonia, desodorante, gel de afeitar y maquinillas, y un set de maquillaje de regalo para su novia. La muchacha le abrazaba encantada tras ver que en el paquete con lacito lo que su novio había envuelto era una caja de tampones. La dueña de las perfumerías, princesa y presidente de un emporio, tras tres meses de pasar el spot por televisión, estaba como loca con su chico-Tampax, lo que le proporcionó un contrato para tres anuncios más y lo que era más importante, una imagen pública.
Tras un año en Madrid trabajando como camarero y mensajero, pudo dejar esos trabajos y dedicarse por completo a su carrera. Folletos, otros anuncios en televisión. Incluso un par de pasarelas. Estaba encantado. Aunque no tenía tiempo para respirar, no le preocupaba. Sabía que la vida de los modelos era así, y estaba dispuesto a pagar el precio.
O mejor sería decir los precios. A pesar de que aún no se le había ocurrido pisar el ambiente gay de la ciudad, comenzaba a conocerlo a través del director de casting quien, poco a poco, y sin pedirle más sexo a cambio, comenzó a introducirle en sus círculos más íntimos. El hombre se conformaba con llevarle como acompañante, y más tarde dormirse sobre su cuerpo envuelto en vapores etílicos. Tuvo decenas de proposiciones, la mayoría de ellas deshonestas. Sabía que muchas de ellas le abrirían nuevas puertas, pero no se veía capaz. Lo consideraba prostituirse, y no estaba dispuesto a conseguir ningún trabajo más de esa forma. Ya se veía lo suficientemente rastrero por su “relación” con Steve, al que todas las noches de fiesta hacía un pequeño resumen, en la cama, de quién y qué le habían ofrecido. Steve reía, y le prometía más y mejores trabajos. Y ciertamente, fue cumpliendo.
Pero el mundo de la moda es volátil. Unos meses después, Steve encontró a otro chaval sobre el que quedarse dormido. Su relación laboral siguió siendo la misma, pero ahora se veía moviéndose solo por aquellos locales y en aquellas fiestas llenas de gays que seguían haciéndole todo tipo de propuestas. Ahora que no sabía cuánto duraría el apoyo de Steve –en ciertos ambientes los amigos no existen-, no quería seguir dándole la espalda a todas aquellas nuevas oportunidades.
Estaba muerto de miedo. Aún no sabía lo que era realmente el sexo con otro hombre. Le daba miedo fallar en el momento más delicado, no saber qué hacer con un pene que no fuera el suyo.
Una noche se armó de valor. Se sintió tremendamente ridículo cuando, en la entrada de la sauna, le preguntaron su talla y no supo qué decir. Se sintió también muy incómodo durante toda la tarde, intentando tapar todo lo que podía con aquella mini-toalla, y con los pies hormigueándole, en parte por las zapatillas dos tallas más pequeñas porque no disponían de una cuarenta y siete, en parte por el asco que sentía al ver aquel suelo aparentemente limpio. Por más que lo intentó, no pudo disimular su excitación. Ver a todos aquellos hombres con sólo una toallita, buscando sexo descaradamente, hizo que su cuerpo se sublevara como nunca lo había hecho. Temblaba y sudaba profusamente cuando, al final, se le acercó un hombre y se sentó junto a él en la barra del bar, le puso una mano en un muslo, y le susurró:
- Se te ve la polla desde cualquier sitio del local.
Edu puso los ojos en blanco y tragó de golpe treinta litros de saliva. Creyó que le daría una lipotimia ahí mismo, hasta que el hombre le recordó por qué estaba allí:
- Por cierto, es preciosa. ¿Me dejas jugar con ella un rato?
Después de pasar ocho horas en la sauna, con aquel hombre y con otros dos, volvió a casa. Se encontraba muy extraño, pero aún no sabía por qué. Tras cuatro horas de sueño nervioso, despertó sin saber qué hora era. Seguía sintiéndose extraño, como si se estuviera viendo a sí mismo desde fuera. Pero al menos ahora tenía claros un par de conceptos: primero, que follar a un hombre no era muy diferente de follar a una mujer, sólo era necesario una erección algo más potente, que no decayera. Segundo: no tenía por qué meterse nada donde no quisiera. En ningún momento de aquella tarde de sudor había experimentado la necesidad de hacerle una mamada a nadie, ni nadie se lo había exigido. Mucho menos de dejarse dar por culo.
Por primera vez desde que había cortado con su novia se sintió tranquilo. Extraño, pero tranquilo.
Comenzó a salir los fines de semana por locales de ambiente gay. Primero, el Rick’s, el Polana, sitios donde si quería podía pasar la noche bailando, tranquilo, observando, ejerciendo de columna con cubata. Después se animó con otros locales en los que sabía que los hombres iban exclusivamente en busca de sexo. Entraba en los cuartos oscuros con el corazón latiéndole en la garganta y las sienes. Andaba lentamente hasta el fondo, dejando que manos desconocidas le acariciaran el pecho, le magrearan el culo, le estrujaran el paquete. A veces, al encontrar acción en grupo, él mismo tocaba y besaba, pero en cuanto sentía que alguien intentaba abrirle los pantalones, huía despavorido y se apoyaba en la entrada del cuarto oscuro hasta que su erección remitía.
Finalmente llegó el Strong. La “noche de autos”. Como todos, esperaba otra cosa. Aquella música no hacía bailar a nadie. Por todas partes se veía a hombres apoyados en las paredes, en la barra. Algunos se magreaban el paquete al pasar junto a ellos. Fue directamente al cuarto oscuro, el otrora famosísimo cuarto oscuro de Strong, donde después de tantas dudas, quería dejarse llevar. Le sorprendió encontrar allí a decenas de hombres, paseando por el pasillo y el laberinto, solos, en parejas, en tríos, en grupos, sentados en la sala de video masturbándose. En la oscuridad prácticamente total del último cuartucho que encontró, se apoyó contra una pared, dejó que alguien abriera sus pantalones y le hiciera una mamada. Cuando comenzó a acariciar la espalda del hombre, notó no sólo que estaba desnudo, sino que otro le estaba dando por culo. Apartó al hombre, se guardó la polla y se deslizó, apoyado en la pared, hacia el fondo, hasta que su pierna encontró un obstáculo que resultó ser un sofá. Cuidadosamente, con asco, pasó la mano por el asiento. Estaba seco, así que se sentó, de momento a salvo de la jauría de bocas, manos, culos, rabos.
Tras lo que le parecieron siete segundos de tranquilidad, sintió que alguien se sentaba a su lado. Siete segundos reales después, una mano le había sacado la camiseta del pantalón y acariciaba ansiosamente sus pectorales y abdominales, como una piedra de los nervios que le tenían atenazado. Respiraba muy rápido, entrecortadamente, asustado ante la vida propia de su pene. No sabía cómo, el hombre había logrado subirle la camiseta hasta los sobacos, y le estaba trabajando los pezones con la boca, haciendo que Edu se estirase y gimiese, excitado como nunca. El hombre continuó con la felación fallida de antes, y Edu se dejó llevar. Se hizo evidente que su pesada y rígida chaqueta de cuero era un engorro, de modo que se la quitó y la dejó en el sofá. Cuando se tumbó, cuan largo era, en el sofá con aquel hombre encima frotando todo su cuerpo contra el suyo, estaba convencido de que lo que ejercía de almohada era su chaqueta. Pero no. Tras correrse sin condón en el culo del hombre, resultó que la almohada era los pantalones de su partenaire quien, al oírle preguntar por su chaqueta, se abrió tan discretamente como había aparecido. Preguntó en voz alta si alguien había cogido una chaqueta que no era la suya. Como única respuesta, recibió una serie de gemidos y onomatopeyas que hicieron que su labio inferior comenzara a temblar sin control. La segunda vez que lo preguntó, recibió una respuesta más clara y contundente: “Vete al ropero, que estará allí, borracha. Y cállate ya, coño”.
A pesar de que la luz de su mechero provocó no pocos cabreos, estuvo veinte minutos revolviendo todo el cuarto oscuro –es decir, empujando cuerpos de un lado a otro-, hasta darse por vencido. Se sentía tan ridículo.
En el ropero le dijeron que no tenían nada parecido a su chaqueta, y que si quería buscarla mejor, tendría que esperar a que encendieran las luces de todo el local, a las siete y media de la mañana. Eran poco más de las doce. Le dijo al chaval del ropero que no podía esperar tanto, y que volvería al día siguiente por si la habían encontrado. Salió de allí corriendo y con las mejillas echando fuego. Maldiciéndose. Estúpido. Timado. Ridículo.
Recorrió la Gran Vía a toda velocidad, queriendo arrancarse su ingenuidad de encima a golpes contra las farolas, susurrándose “eres un gilipollas, eres un gilipollas” lo suficientemente alto como para que un hombre que se cruzó con él estuviera a punto de volverse y partirle la cara. A la altura de la Casa del Libro se sentía tan consternado, tan inútil, tan impotente, que empezó a llorar de rabia, casi sin darse cuenta. No pudo seguir de puros nervios, así que se sentó en el suelo frente a Telefónica.
Y entonces todo cambió. Pensó que aquel hombretón que le había dado un susto de muerte era cualquier cosa menos amigable. Pero los enormes ojos de Fede dejaban traslucir una preocupación sincera. Sin embargo, en ese momento estaba tan avergonzado y asustado, que lo que menos necesitaba era a un desconocido dando por culo. Quería quedarse solo en Madrid.
“Ah, claro. No es que me esté dando por culo, es que me quiere dar por culo, el cabronazo”.
Y así acabó el encuentro.
Dos segundos después Edu se había arrepentido de su comportamiento, pero no tenía fuerzas ni para gritar, ni para ir tras el hombre. Le vio alejarse a toda prisa bajo la llovizna, esperar a que cambiara el semáforo pateando la acera, cruzar el paso de cebra, y hacerse pequeñito por el mismo camino que él había recorrido desde el Strong.
Le dio la impresión de haber metido la pata más que nunca. Incluso estando como estaba, recordó la mirada, la mano en su hombro, la preocupación del extraño, y pensó que, después de tanto tiempo en Madrid, le había escupido a la cara a la única persona que le había intentado prestar ayuda desinteresada, a la única persona en cuyos ojos había visto, realmente, un poco de humanidad, un alma cálida y amistosa.
Desde ese momento, y su sentido de la vergüenza se iba multiplicando poco a poco, comenzó a ver al hombretón en todas partes. Parecía que tenía clones. Quizás en el ambiente gay terminaba pasando eso: al fin y al cabo, eran unos cuántos locales a los que parecían ir muchos fijos. Pero no; le vio en Zahara varias veces, en el cine un par –le gustaban en versión original-, comprando discos, incluso una vez haciendo la compra en DIA.
- Tenía que ser una especie de señal, así que aquí estoy.
- Y yo me alegro. Esa noche pensé que eras un cretino. En realidad –bromeó- no he podido olvidarme de ti.
A Edu se le escapó una medio sonrisilla y alzó una ceja.
- Ya sé que causo ese efecto. Es mi magnetismo animal.
- Qué va. Es que te veo desnudo en la tele todos los días.
A Edu se le congeló la sonrisa y enrojeció, virulentamente, en dos segundos. Fede rió, encantado.
- No te cortes tanto. Tienes un cuerpo muy bonito. Ese traserito... hmmm.
- Por Dios, déjalo. ¡Qué vergüenza!
- ¿No pensaste en eso antes de hacerte modelo?
- Cuando lo decidí tenía quince años. Hace quince años no salían tíos en bolas en cualquier anuncio, como ahora. Además, pensé que podría con las pasarelas, pero ellas han podido conmigo.
- No pienses eso, hombre –Fede aún sonreía, malicioso-. La vida laboral de los modelos es mucho más larga que la de las modelos. ¡Anda que no hay cuarentones posando en bañador!
- Por eso me sigo esforzando. Sigo aceptando casi todos los trabajos que me salen por si suena la flauta. No quiero volver a currar de camarero. Son esclavos del jefe y de los clientes.
Justo en ese momento, el camarero estiraba un brazo con el tercer café de Fede. Edu, que le daba la espalda al chaval, apretó los labios y abrió mucho los ojos. Le parecía imposible que el camarero no hubiese oído el comentario. Fede casi no podía contener un ataque de risa, que se mantenía a duras penas en la boca de su estómago.
- Perdónale –dijo al camarero-. Nació para reina de las pasarelas.
A Edu se le escapó un puñetazo al hombro de Fede, que finalmente estalló en una carcajada mientras el camarero se iba a seguir sirviendo mesas.
- Me encanta que quede gente como tú.
- ¿Como yo? ¿Cómo, patosos?
- No, encantadores. Inocentes, tímidos. Es hermoso ver a un hombre de tu edad y tu belleza que aún es capaz de ruborizarse.
Edu no pensó en la sarta de piropos que le acababan de soltar.
- Pues yo lo paso fatal. Muchas veces no es nada agradable.
- Vamos, chico, tienes que aprender a disfrutar un poco más de lo que tienes.
- ¿Disfrutar del sentido del ridículo? ¿Cómo se hace éso? Tú no sabes la cantidad de cosas que me pierdo por la vergüenza que me da hacerlas.
- ¿Como cuáles?
- Pues algunos trabajos, por ejemplo. El anuncio de gel lo hice porque estaba muy bien pagado, y era una especie de devolución de un favor. Pero lo pasé tan mal que no creo que repita.
- Bueno, habrá miles de trabajos en los que no te tendrás que desnudar. A ver, ¿qué más?
- Joder, pues relacionarme, sin ir más lejos. ¿Tú sabes lo que me ha costado decirte algo hoy?
- Ahora que te conozco un poco, lo imagino.
- Llevo casi dos años en Madrid, y no he sido capaz de ligar. No puedo entrarle a un hombre. ¡Nunca sé qué decir!
- ¿Crees que necesitas decir algo? ¿Con esa cara? Con acercarte a un tío sonriéndole seguro que te resulta suficiente.
- Es que precisamente eso es lo que no me gusta. Supongo que encontrar sexo es fácil, pero no quiero sólo sexo. Me asusta pensar en algo más con otro hombre, pero no quiero sólo sexo.
- Hay muchos otros hombres que quieren lo mismo que tú. Yo, por poner un ejemplo.
Fede no le había puesto ninguna intención al comentario, pero Edu no tuvo más remedio que... ponerse colorado. Pero también se fijó en la sonrisa de Fede, perfecta, no como la suya, en sus preciosos ojos, tan abiertos y tan sinceros, en su cuerpazo enorme y musculado, que emanaba masculinidad por los cuatro costados. Cuando sintió que algo reaccionaba en su entrepierna, pensó que se le iba a estallar alguna vena por encima del cuello.
- Ahora mismo vuelvo –susurró- Ehmmm, voy al... al servicio, ¿ok?
Cuando se encontró delante de la taza del báter, estaba completamente empalmado, y su corazón latía a toda velocidad. “Dios, ¿es que no hay manera de controlar esto?”. Estuvo un minuto concentrándose, pensando, como siempre que le pasaba aquello, en el olor de una pescadería, en el video aquel de la caza de focas, en “Holocausto caníbal”, hasta que consiguió que la erección remitiera.
Se lavó la cara con agua fría, intentando refrescarse las sienes y el cuello y, mientras se secaba, se miró fijamente en el espejo.
- Este tío es un encanto. ¿Te gusta, verdad?
En ese momento sonó la cadena del otro cubículo, y salió el camarero que les había servido. Edu notó de nuevo que le ardía todo menos los tobillos. Mientras se secaba las manos, el reflejo del camarero le habló desde el espejo:
- A mí también me gusta, así que si no lo haces tú... ¡lo haré yo!
Y le guiñó un ojo.
Cuando volvió a la mesa, le contó a Fede que se había mareado un poquillo, suponía que por el calor que hacía en el local. En realidad, después de salir el camarero del servicio, él se había quedado dentro, refrescándose de nuevo, tras otro ataque de rubor agudo.
Habría podido seguir la conversación de una manera inteligente y divertida. Era tímido, pero no tonto. Sin embargo, prefirió cambiar de tema. No se veía capaz de comenzar un flirteo que no sabía dónde le llevaría.
Lo que sí que consiguió fue quedar con Fede para un café la semana siguiente. A los dos les apetecía volver a verse, pero ninguno hizo ningún comentario más.
Fede se fue del Enfrente después de decirle que no a otro tío que quería follar con él.
No era guapo, lo sabía, ni tenía un cuerpo de escándalo. Era un tío casi cuarentón que se estaba quedando calvo y estaba echando barriga. Pero tenía un problema con respecto a su físico: su mirada, sus labios, su actitud masculina que dejaba claro lo seguro que estaba de sí mismo, su musculatura, la mata de vello que asomaba por el cuello de sus camisetas, su estatura... Bien, eran varios problemas, que se resumían en uno: resultaba muy atractivo, sexualmente morboso.
Por supuesto, para otros eso no representaba el menor problema. Él mismo había aprovechado aquella condición durante mucho tiempo. Ya que no era un bellezón de los que se llevaban, al menos podía ejercer de súper-macho. Disfrutar mucho del sexo fácil y el ligue rápido. Pero después de años de dar rienda suelta a su libido, se había cansado.
Estaba harto de que nadie fuera un poco más allá. Lo reconocía: nunca había puesto mucho de su parte para conseguir una pareja estable, pero estaba convencido de que era porque no había conocido al hombre de su vida. Sólo había conocido a muñecos, preciosos y simpáticos, por supuesto, que habían ligado con él sólo por echar un buen polvo con aquel tiarro. Había repetido con algunos, pero desde el principio había dejado claro que sólo como “amigos con derecho a roce”, pues ninguno de ellos le había atraído personalmente.
Después de haber ligado en todas las discotecas, saunas, en todos los cuartos oscuros y locales gays, incluso en las cafeterías, ahora no sabía cómo salir de todo aquello. Lo intentó con Internet, pero enseguida se dio cuenta de que la mayoría de aquellos hombres buscaban sexo. “¿Tienes fotos?” “¿Tienes webcam?” “¿Por dónde vives? ...si quieres me paso ahora”. Sólo consiguió amistades con gente de otras ciudades u otros países, aquellos que no tenían la opción de un encuentro sexual en el momento. También conoció a otro tipo de hombres, no sabía si llamarles desesperados, que se movían por los chats con la única intención de encontrar pareja. Se ilusionó con algunos de ellos, pero cuando les conocía en persona, se desilusionaba rápido. La mayoría eran personas que, tras tres conversaciones amistosas, pensaban haber encontrado al hombre perfecto para ellos. Al cuarto de hora de estar sentados juntos en un café o restaurante, ya estaban intentando hacer manitas, besarle, o le estaban llamando “cariño”, “cielo”. Los más audaces dejaban caer un “me gustas mucho”, o aún peor, un “te quiero”, al despedirse, con la esperanza de demorar la despedida, de que Fede se ablandara y les invitara a desayunar. Éstos eran los que menos le gustaban. Incluso algunos le daban miedo: eran hombres que estaban dispuestos a cualquier cosa.
Cuando salió del Enfrente lloviznaba. Hacía bastante frío. Se subió el cuello de la chupa y echó a andar hacia la Gran Vía. Era una noche extraña. Aunque aún no era la una, todo estaba cerrado y apagado. La última sesión de los cines había acabado y sólo se veía a unos pocos viandantes a los que, como a él, la lluvia había sorprendido sin paraguas. Lo más típico de los abriles madrileños.
Por eso le sorprendió ver a aquel muchacho sentado en el suelo, con la cabeza metida entre las piernas. Era evidente, por su forma de vestir, que no vivía en la calle. En un principio pensó que estaría borracho o se habría metido más de lo que podía aguantar, pero al acercarse a él le vio temblar, le oyó sollozar. Fede nunca había podido ver a alguien llorando. Incluso cuando los personajes de las películas lloraban, él lo hacía también.
Se acuclilló al lado del chico y le puso una mano en un hombro.
- Oye, ¿estás bien?
El chico se sobresaltó. Levantó rápidamente la cabeza y miró a Fede, primero con sorpresa, luego con aprensión.
- ¿Qué quieres? –preguntó entre hipos- ¡No tengo nada!
- Tranquilo, hombre, tranquilo, que no te voy a hacer nada. Sólo quería ver si te pasaba algo.
- No me pasa nada. ¡Déjame en paz! –sacudió los hombros para quitarse de encima la mano de Fede.
- Nunca digas que no cuando alguien te quiere echar una mano.
El chico, que había resultado no serlo tanto –Fede le calculó alrededor de los treinta-, le miró, incapaz de responder nada, sin fuerzas para rebatirle. Volvió a meter la cabeza entre las rodillas.
- Vamos, tío –insistió-, estás temblando. Si quieres te acompaño a algún sitio. ¿Cómo se te ha ocurrido salir hoy en camiseta?
- Llevaba una chaqueta –susurró- pero me la han robado –y de nuevo comenzó a sollozar.
- ¿Es eso? Pues venga, vamos, te acompaño a la policía. Hay un cuartel aquí al lado, en la calle...
- No quiero ir a la policía –sollozó el muchacho-. ¡Esto me pasa por gilipollas!
- ¿Te han robado algo más? ¿Necesitas algo?
- ¡Qué va! Ha sido en un local. Me la he quitado, la he dejado por ahí tirada y claro, luego no estaba.
Fede le agarró de un brazo y tiró de él.
- Vamos, hombre, nos estamos empapando. ¿Dónde vives? Si quieres te llevo a tu casa. Tengo el coche por aquí.
- Oye, tío, no voy a follar contigo.
Le soltó, ofendido.
- Ni yo contigo, imbécil. Hala, púdrete ahí tirado, si quieres.
El chico no respondió. Sólo volvió a esconder su cara entre las piernas.
Fede se levantó y siguió andando hacia el aparcamiento de Santo Domingo, donde dejaba el coche en las pocas ocasiones en que lo cogía. Cruzó la Gran Vía en el primer semáforo que pilló, desde el que lanzó una mirada furtiva al chaval. Éste le miraba fijamente cruzar el paso de cebra.
Pasó del tema, pero no lo olvidó. Raramente olvidaba a nadie, fuera cual hubiera sido su interacción.
“Definitivamente” pensó, “el mundo no es de la buena gente”.
Pasó una temporada que le recordó a otras anteriores, de esas en que te das cuenta de que usualmente sólo te fijas en lo que te interesa. Por ejemplo, cuando su padre le obligó a hacer el servicio militar, y veía militares por todas partes. O cuando su novia del instituto se quedó inesperadamente embarazada, le dio la impresión de que en Madrid había un baby-boom.
Pensaba mucho en aquel hijo que vivía en Barcelona con su madre, y que el día en que cumplió la mayoría de edad le había llamado para confesarle que era gay, que llevaba un par de años esperando la oportunidad de poder hablarlo con él. Pero Fede era “El Innombrable” para la familia materna de su hijo. A pesar de que le adoraba, desde que se fueron a Barcelona a vivir con los abuelos maternos, Fede casi no había tenido oportunidad de ver a su hijo. Su madre y sus abuelos habían intentado inculcarle el odio por Fede que ellos mismos sintieron desde el momento en que les dijo que nunca se casaría con ella porque era homosexual. Quizás la vida de su hijo se había visto condicionada por su falta, y lo que buscaba en otros hombres era al padre que le faltaba. Dios, esperaba que Freud no tuviera razón.
La confesión de su hijo bajó de repente la edad media del ambiente gay. Ahora, cuando salía por la noche, se veía rodeado de tiernos infantes que antes no habían estado ahí. Sabía que en este siglo XXI los adolescentes salían del armario sin miedo a represalias, y comenzaban a vivir su sexualidad mucho antes. Lo cual no quitaba que él nunca se hubiera fijado en ellos.
Pues bien, como si de una de esas casualidades se tratara, Fede comenzó a ver al muchacho de la Gran Vía en todas partes. En el bar donde desayunaba de vez en cuando, en sus paseos dominicales por la Gran Vía, en la cafetería de Chueca que tanto le gustaba, en la Fnac. Incluso en televisión. El chico llevaba más de un año apareciendo en los anuncios de una cadena de perfumerías, y desde hacía dos semanas, mostraba su encantador cuerpo serrano en otro anuncio, esta vez el de un gel de baño.
Fede no pudo dejar de observarle en todas las ocasiones que podía. Parecía ser un hombre tímido e inseguro, siempre solo, que nunca hablaba con nadie. Sabía que era guapo, y tenía un cuerpo casi perfecto, pero su actitud en los antros de ambiente en que le encontraba espantaba a los muchos ligues que le salían. Aparentemente su timidez –o esa era la impresión que sacó Fede- le hacía incluso huraño. Su bonita mirada no daba lugar a dudas, parecía decir “no quiero nada contigo”. Por éso, y por su comportamiento la noche de autos, Fede nunca le había dicho nada. Ni siquiera le había saludado con un arqueo de ceja. También era más que posible que el chico no le recordara.
Una tarde, mientras leía el Shangay tranquilamente en un café, vio cómo el chico entraba en el local. Sus miradas se cruzaron una milésima de segundo, pero el chico se fue rápidamente hacia el fondo del local. Fede siguió con su lectura. Tan enfrascado estaba que no se dio cuenta de que el chico estaba plantado de pie a su lado, frotándose nervioso las manos. Aquellos movimientos dejaban transpirar ansiedad.
- Hola –dijo Fede, sonriendo, aunque el chico no se merecía una sonrisa.
- Hola. Me llamo Edu. ¿Me recuerdas?
Fede no tuvo más remedio que conmiserarse de aquel hombre que, dado el rojo encendido de su cara, debía estar ardiendo de vergüenza.
- Si, claro que te recuerdo. El tío de la chaqueta robada.
- Dios, qué corte.
- Qué chorrada, hombre. A todos nos han robado algo alguna vez.
- Ya, pero a mí en realidad no me la robaron. La perdí en un cuarto oscuro –casi susurró estas palabras-, y no he vuelto a entrar en ninguno desde entonces.
Aquel ataque de sinceridad hizo que por fin Edu le cayera simpático.
- Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote. Siéntate.
- ¡No! –Edu abrió mucho los ojos-. Si yo lo único que quiero es pedirte perdón. Me comporté...
- Acepto las disculpas –insistió Fede-. Siéntate, hombre. Tómate un café conmigo.
Edu sonrió. Fede nunca le había visto sonreír, ni siquiera en los anuncios de televisión. Era posible que no lo hiciera porque tenía las palas un poco separadas. Lo que para Fede resultaba un defecto que le daba aún más encanto a su sonrisa, posiblemente sería un serio handicap para su trabajo.
- Vale, pero yo invito.
Estuvieron un rato hablando de lo humano y lo divino. Edu llevaba menos de dos años viviendo en Madrid, donde se había trasladado intentando impulsar su carrera de modelo. Pero, a pesar de que tanto gays como metrosexuales estaban de moda, los modelos masculinos no lo tenían tan fácil como los femeninos, y se había visto obligado a hacer varios trabajos con los que no se sentía nada a gusto, como el anuncio del gel. Había prestado sus manos a un anuncio de móviles, sus pies a uno de plantillas anti-olor, y había modelado para varios folletos de ropa interior y bañadores, pero no veía llegar su oportunidad.
Por otro lado, había pasado meses y meses escondiéndose en un armario lleno de ropa de diseño. Se había decidido a venir a Madrid porque en su ciudad ya no le quedaba nada. Tras más de cuatro años de relación, su novia había cortado con él porque sabía mejor que él mismo que era homosexual. Tras toda una vida negándoselo a sí mismo, había sido un golpe que le había dejado fuera de juego un par de años. Se vio obligado a volver a vivir con sus padres, quienes, a pesar de ser dos señores mayores de pueblo, no le habían cerrado las puertas de su casa ni le habían negado su cariño. Bien es cierto que cuando empezó a visitar a un psicólogo su madre se mostró encantada, pues en el fondo de su corazón pensaba que su hijo tenía una enfermedad que se podía curar.
Por supuesto, el psicólogo hizo cualquier cosa menos “curarle”. Cuando dijo que se iba a Madrid, su madre lloró inconsolable, le dijo que estaba loco, que se iba a morir de hambre, que nunca se iba a curar si se iba a Madrid.
Quizás aquella preocupación de su madre por su salud fue lo que le dio el último empujón. Y de repente, estaba en Madrid: solo, sin conocer a nadie, sin casa, sin dinero, gay. Todo lo primero lo solucionó con diligencia, enviando curriculums y books a todas las agencias que encontró, presentándose a todos los castings de los que se enteró, aunque fueran para concursos televisivos. También empezó a moverse por los antros de famoseo de los que oía hablar en las agencias y castings. Siempre con sus mejores galas, las que mejor mostraban sus encantos, iba de discoteca en discoteca, sonriendo a todo el mundo, intentando pasar toda la noche a base de vasos de agua porque no se podía permitir pagar las consumiciones. Incluso consiguió que alguna vez le invitaran a alguna fiesta privada relacionada con la moda o con el cada vez más útil mundo del freakismo televisivo y del corazón.
Finalmente, una de aquellas noches de discoteca, alguien estaba con alguien que conocía a alguien que le presentó a un director de casting que se enamoró de sus ojos azul intenso y su barba de tres días. Cuando aquel hombre le susurró: “siempre tengo trabajo para cuerpos como el tuyo”, Edu supo lo que tenía que hacer. Y lo hizo, tan diligentemente como si de una entrevista de trabajo se tratara. Afortunadamente, no tuvo que disimular su total inexperiencia en cuanto a sexo con hombres se refería, ya que su nuevo “jefe” se limitó a chuparle todo el cuerpo y a quedarse dormido con la polla de Edu en la boca.
El anuncio de presentación de la cadena de perfumerías fue un éxito. Él era el protagonista absoluto del primer anuncio, en el que, por poco más de cincuenta euros compraba colonia, desodorante, gel de afeitar y maquinillas, y un set de maquillaje de regalo para su novia. La muchacha le abrazaba encantada tras ver que en el paquete con lacito lo que su novio había envuelto era una caja de tampones. La dueña de las perfumerías, princesa y presidente de un emporio, tras tres meses de pasar el spot por televisión, estaba como loca con su chico-Tampax, lo que le proporcionó un contrato para tres anuncios más y lo que era más importante, una imagen pública.
Tras un año en Madrid trabajando como camarero y mensajero, pudo dejar esos trabajos y dedicarse por completo a su carrera. Folletos, otros anuncios en televisión. Incluso un par de pasarelas. Estaba encantado. Aunque no tenía tiempo para respirar, no le preocupaba. Sabía que la vida de los modelos era así, y estaba dispuesto a pagar el precio.
O mejor sería decir los precios. A pesar de que aún no se le había ocurrido pisar el ambiente gay de la ciudad, comenzaba a conocerlo a través del director de casting quien, poco a poco, y sin pedirle más sexo a cambio, comenzó a introducirle en sus círculos más íntimos. El hombre se conformaba con llevarle como acompañante, y más tarde dormirse sobre su cuerpo envuelto en vapores etílicos. Tuvo decenas de proposiciones, la mayoría de ellas deshonestas. Sabía que muchas de ellas le abrirían nuevas puertas, pero no se veía capaz. Lo consideraba prostituirse, y no estaba dispuesto a conseguir ningún trabajo más de esa forma. Ya se veía lo suficientemente rastrero por su “relación” con Steve, al que todas las noches de fiesta hacía un pequeño resumen, en la cama, de quién y qué le habían ofrecido. Steve reía, y le prometía más y mejores trabajos. Y ciertamente, fue cumpliendo.
Pero el mundo de la moda es volátil. Unos meses después, Steve encontró a otro chaval sobre el que quedarse dormido. Su relación laboral siguió siendo la misma, pero ahora se veía moviéndose solo por aquellos locales y en aquellas fiestas llenas de gays que seguían haciéndole todo tipo de propuestas. Ahora que no sabía cuánto duraría el apoyo de Steve –en ciertos ambientes los amigos no existen-, no quería seguir dándole la espalda a todas aquellas nuevas oportunidades.
Estaba muerto de miedo. Aún no sabía lo que era realmente el sexo con otro hombre. Le daba miedo fallar en el momento más delicado, no saber qué hacer con un pene que no fuera el suyo.
Una noche se armó de valor. Se sintió tremendamente ridículo cuando, en la entrada de la sauna, le preguntaron su talla y no supo qué decir. Se sintió también muy incómodo durante toda la tarde, intentando tapar todo lo que podía con aquella mini-toalla, y con los pies hormigueándole, en parte por las zapatillas dos tallas más pequeñas porque no disponían de una cuarenta y siete, en parte por el asco que sentía al ver aquel suelo aparentemente limpio. Por más que lo intentó, no pudo disimular su excitación. Ver a todos aquellos hombres con sólo una toallita, buscando sexo descaradamente, hizo que su cuerpo se sublevara como nunca lo había hecho. Temblaba y sudaba profusamente cuando, al final, se le acercó un hombre y se sentó junto a él en la barra del bar, le puso una mano en un muslo, y le susurró:
- Se te ve la polla desde cualquier sitio del local.
Edu puso los ojos en blanco y tragó de golpe treinta litros de saliva. Creyó que le daría una lipotimia ahí mismo, hasta que el hombre le recordó por qué estaba allí:
- Por cierto, es preciosa. ¿Me dejas jugar con ella un rato?
Después de pasar ocho horas en la sauna, con aquel hombre y con otros dos, volvió a casa. Se encontraba muy extraño, pero aún no sabía por qué. Tras cuatro horas de sueño nervioso, despertó sin saber qué hora era. Seguía sintiéndose extraño, como si se estuviera viendo a sí mismo desde fuera. Pero al menos ahora tenía claros un par de conceptos: primero, que follar a un hombre no era muy diferente de follar a una mujer, sólo era necesario una erección algo más potente, que no decayera. Segundo: no tenía por qué meterse nada donde no quisiera. En ningún momento de aquella tarde de sudor había experimentado la necesidad de hacerle una mamada a nadie, ni nadie se lo había exigido. Mucho menos de dejarse dar por culo.
Por primera vez desde que había cortado con su novia se sintió tranquilo. Extraño, pero tranquilo.
Comenzó a salir los fines de semana por locales de ambiente gay. Primero, el Rick’s, el Polana, sitios donde si quería podía pasar la noche bailando, tranquilo, observando, ejerciendo de columna con cubata. Después se animó con otros locales en los que sabía que los hombres iban exclusivamente en busca de sexo. Entraba en los cuartos oscuros con el corazón latiéndole en la garganta y las sienes. Andaba lentamente hasta el fondo, dejando que manos desconocidas le acariciaran el pecho, le magrearan el culo, le estrujaran el paquete. A veces, al encontrar acción en grupo, él mismo tocaba y besaba, pero en cuanto sentía que alguien intentaba abrirle los pantalones, huía despavorido y se apoyaba en la entrada del cuarto oscuro hasta que su erección remitía.
Finalmente llegó el Strong. La “noche de autos”. Como todos, esperaba otra cosa. Aquella música no hacía bailar a nadie. Por todas partes se veía a hombres apoyados en las paredes, en la barra. Algunos se magreaban el paquete al pasar junto a ellos. Fue directamente al cuarto oscuro, el otrora famosísimo cuarto oscuro de Strong, donde después de tantas dudas, quería dejarse llevar. Le sorprendió encontrar allí a decenas de hombres, paseando por el pasillo y el laberinto, solos, en parejas, en tríos, en grupos, sentados en la sala de video masturbándose. En la oscuridad prácticamente total del último cuartucho que encontró, se apoyó contra una pared, dejó que alguien abriera sus pantalones y le hiciera una mamada. Cuando comenzó a acariciar la espalda del hombre, notó no sólo que estaba desnudo, sino que otro le estaba dando por culo. Apartó al hombre, se guardó la polla y se deslizó, apoyado en la pared, hacia el fondo, hasta que su pierna encontró un obstáculo que resultó ser un sofá. Cuidadosamente, con asco, pasó la mano por el asiento. Estaba seco, así que se sentó, de momento a salvo de la jauría de bocas, manos, culos, rabos.
Tras lo que le parecieron siete segundos de tranquilidad, sintió que alguien se sentaba a su lado. Siete segundos reales después, una mano le había sacado la camiseta del pantalón y acariciaba ansiosamente sus pectorales y abdominales, como una piedra de los nervios que le tenían atenazado. Respiraba muy rápido, entrecortadamente, asustado ante la vida propia de su pene. No sabía cómo, el hombre había logrado subirle la camiseta hasta los sobacos, y le estaba trabajando los pezones con la boca, haciendo que Edu se estirase y gimiese, excitado como nunca. El hombre continuó con la felación fallida de antes, y Edu se dejó llevar. Se hizo evidente que su pesada y rígida chaqueta de cuero era un engorro, de modo que se la quitó y la dejó en el sofá. Cuando se tumbó, cuan largo era, en el sofá con aquel hombre encima frotando todo su cuerpo contra el suyo, estaba convencido de que lo que ejercía de almohada era su chaqueta. Pero no. Tras correrse sin condón en el culo del hombre, resultó que la almohada era los pantalones de su partenaire quien, al oírle preguntar por su chaqueta, se abrió tan discretamente como había aparecido. Preguntó en voz alta si alguien había cogido una chaqueta que no era la suya. Como única respuesta, recibió una serie de gemidos y onomatopeyas que hicieron que su labio inferior comenzara a temblar sin control. La segunda vez que lo preguntó, recibió una respuesta más clara y contundente: “Vete al ropero, que estará allí, borracha. Y cállate ya, coño”.
A pesar de que la luz de su mechero provocó no pocos cabreos, estuvo veinte minutos revolviendo todo el cuarto oscuro –es decir, empujando cuerpos de un lado a otro-, hasta darse por vencido. Se sentía tan ridículo.
En el ropero le dijeron que no tenían nada parecido a su chaqueta, y que si quería buscarla mejor, tendría que esperar a que encendieran las luces de todo el local, a las siete y media de la mañana. Eran poco más de las doce. Le dijo al chaval del ropero que no podía esperar tanto, y que volvería al día siguiente por si la habían encontrado. Salió de allí corriendo y con las mejillas echando fuego. Maldiciéndose. Estúpido. Timado. Ridículo.
Recorrió la Gran Vía a toda velocidad, queriendo arrancarse su ingenuidad de encima a golpes contra las farolas, susurrándose “eres un gilipollas, eres un gilipollas” lo suficientemente alto como para que un hombre que se cruzó con él estuviera a punto de volverse y partirle la cara. A la altura de la Casa del Libro se sentía tan consternado, tan inútil, tan impotente, que empezó a llorar de rabia, casi sin darse cuenta. No pudo seguir de puros nervios, así que se sentó en el suelo frente a Telefónica.
Y entonces todo cambió. Pensó que aquel hombretón que le había dado un susto de muerte era cualquier cosa menos amigable. Pero los enormes ojos de Fede dejaban traslucir una preocupación sincera. Sin embargo, en ese momento estaba tan avergonzado y asustado, que lo que menos necesitaba era a un desconocido dando por culo. Quería quedarse solo en Madrid.
“Ah, claro. No es que me esté dando por culo, es que me quiere dar por culo, el cabronazo”.
Y así acabó el encuentro.
Dos segundos después Edu se había arrepentido de su comportamiento, pero no tenía fuerzas ni para gritar, ni para ir tras el hombre. Le vio alejarse a toda prisa bajo la llovizna, esperar a que cambiara el semáforo pateando la acera, cruzar el paso de cebra, y hacerse pequeñito por el mismo camino que él había recorrido desde el Strong.
Le dio la impresión de haber metido la pata más que nunca. Incluso estando como estaba, recordó la mirada, la mano en su hombro, la preocupación del extraño, y pensó que, después de tanto tiempo en Madrid, le había escupido a la cara a la única persona que le había intentado prestar ayuda desinteresada, a la única persona en cuyos ojos había visto, realmente, un poco de humanidad, un alma cálida y amistosa.
Desde ese momento, y su sentido de la vergüenza se iba multiplicando poco a poco, comenzó a ver al hombretón en todas partes. Parecía que tenía clones. Quizás en el ambiente gay terminaba pasando eso: al fin y al cabo, eran unos cuántos locales a los que parecían ir muchos fijos. Pero no; le vio en Zahara varias veces, en el cine un par –le gustaban en versión original-, comprando discos, incluso una vez haciendo la compra en DIA.
- Tenía que ser una especie de señal, así que aquí estoy.
- Y yo me alegro. Esa noche pensé que eras un cretino. En realidad –bromeó- no he podido olvidarme de ti.
A Edu se le escapó una medio sonrisilla y alzó una ceja.
- Ya sé que causo ese efecto. Es mi magnetismo animal.
- Qué va. Es que te veo desnudo en la tele todos los días.
A Edu se le congeló la sonrisa y enrojeció, virulentamente, en dos segundos. Fede rió, encantado.
- No te cortes tanto. Tienes un cuerpo muy bonito. Ese traserito... hmmm.
- Por Dios, déjalo. ¡Qué vergüenza!
- ¿No pensaste en eso antes de hacerte modelo?
- Cuando lo decidí tenía quince años. Hace quince años no salían tíos en bolas en cualquier anuncio, como ahora. Además, pensé que podría con las pasarelas, pero ellas han podido conmigo.
- No pienses eso, hombre –Fede aún sonreía, malicioso-. La vida laboral de los modelos es mucho más larga que la de las modelos. ¡Anda que no hay cuarentones posando en bañador!
- Por eso me sigo esforzando. Sigo aceptando casi todos los trabajos que me salen por si suena la flauta. No quiero volver a currar de camarero. Son esclavos del jefe y de los clientes.
Justo en ese momento, el camarero estiraba un brazo con el tercer café de Fede. Edu, que le daba la espalda al chaval, apretó los labios y abrió mucho los ojos. Le parecía imposible que el camarero no hubiese oído el comentario. Fede casi no podía contener un ataque de risa, que se mantenía a duras penas en la boca de su estómago.
- Perdónale –dijo al camarero-. Nació para reina de las pasarelas.
A Edu se le escapó un puñetazo al hombro de Fede, que finalmente estalló en una carcajada mientras el camarero se iba a seguir sirviendo mesas.
- Me encanta que quede gente como tú.
- ¿Como yo? ¿Cómo, patosos?
- No, encantadores. Inocentes, tímidos. Es hermoso ver a un hombre de tu edad y tu belleza que aún es capaz de ruborizarse.
Edu no pensó en la sarta de piropos que le acababan de soltar.
- Pues yo lo paso fatal. Muchas veces no es nada agradable.
- Vamos, chico, tienes que aprender a disfrutar un poco más de lo que tienes.
- ¿Disfrutar del sentido del ridículo? ¿Cómo se hace éso? Tú no sabes la cantidad de cosas que me pierdo por la vergüenza que me da hacerlas.
- ¿Como cuáles?
- Pues algunos trabajos, por ejemplo. El anuncio de gel lo hice porque estaba muy bien pagado, y era una especie de devolución de un favor. Pero lo pasé tan mal que no creo que repita.
- Bueno, habrá miles de trabajos en los que no te tendrás que desnudar. A ver, ¿qué más?
- Joder, pues relacionarme, sin ir más lejos. ¿Tú sabes lo que me ha costado decirte algo hoy?
- Ahora que te conozco un poco, lo imagino.
- Llevo casi dos años en Madrid, y no he sido capaz de ligar. No puedo entrarle a un hombre. ¡Nunca sé qué decir!
- ¿Crees que necesitas decir algo? ¿Con esa cara? Con acercarte a un tío sonriéndole seguro que te resulta suficiente.
- Es que precisamente eso es lo que no me gusta. Supongo que encontrar sexo es fácil, pero no quiero sólo sexo. Me asusta pensar en algo más con otro hombre, pero no quiero sólo sexo.
- Hay muchos otros hombres que quieren lo mismo que tú. Yo, por poner un ejemplo.
Fede no le había puesto ninguna intención al comentario, pero Edu no tuvo más remedio que... ponerse colorado. Pero también se fijó en la sonrisa de Fede, perfecta, no como la suya, en sus preciosos ojos, tan abiertos y tan sinceros, en su cuerpazo enorme y musculado, que emanaba masculinidad por los cuatro costados. Cuando sintió que algo reaccionaba en su entrepierna, pensó que se le iba a estallar alguna vena por encima del cuello.
- Ahora mismo vuelvo –susurró- Ehmmm, voy al... al servicio, ¿ok?
Cuando se encontró delante de la taza del báter, estaba completamente empalmado, y su corazón latía a toda velocidad. “Dios, ¿es que no hay manera de controlar esto?”. Estuvo un minuto concentrándose, pensando, como siempre que le pasaba aquello, en el olor de una pescadería, en el video aquel de la caza de focas, en “Holocausto caníbal”, hasta que consiguió que la erección remitiera.
Se lavó la cara con agua fría, intentando refrescarse las sienes y el cuello y, mientras se secaba, se miró fijamente en el espejo.
- Este tío es un encanto. ¿Te gusta, verdad?
En ese momento sonó la cadena del otro cubículo, y salió el camarero que les había servido. Edu notó de nuevo que le ardía todo menos los tobillos. Mientras se secaba las manos, el reflejo del camarero le habló desde el espejo:
- A mí también me gusta, así que si no lo haces tú... ¡lo haré yo!
Y le guiñó un ojo.
Cuando volvió a la mesa, le contó a Fede que se había mareado un poquillo, suponía que por el calor que hacía en el local. En realidad, después de salir el camarero del servicio, él se había quedado dentro, refrescándose de nuevo, tras otro ataque de rubor agudo.
Habría podido seguir la conversación de una manera inteligente y divertida. Era tímido, pero no tonto. Sin embargo, prefirió cambiar de tema. No se veía capaz de comenzar un flirteo que no sabía dónde le llevaría.
Lo que sí que consiguió fue quedar con Fede para un café la semana siguiente. A los dos les apetecía volver a verse, pero ninguno hizo ningún comentario más.
CONTINUARÁ...
4 comentarios:
Nen, el tipo de letra y el color son cansadísimos para la vista, no he podido pasar del primer párrafo :-(
Tomonooota... ayquevé, y no hemos hecho más que empezar!
Hale, corregido y aumentado ;)
Pues a mí me ha atrapado, de principio a fin. Como soy muy (quisquilloso) crítico :-p hay expresiones y giros y estructuras y tal que no me acaban de convencer, pero me encanta como escribes.
La prueba es que llevo más de una hora pegado a tu blog (tenía varios posts sin comentarte porque he andado liado y con el ordenata "rarito")
Me encanta la historia de Fede y Edu ... aunque me da miedo como va a acabar...
Me alegro de que te atrape. De éso pienso que se trata al leer algo! Y repito: se admiten críticas constructivas. La próxima vez me cuéntas qué expresiones y giros y estructuras y veré qué hago con ellos.
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