martes, 20 de enero de 2009

De amor y sexo (y otras sandeces), 2

PRÓLOGO: "D"

Un día, hace aproximadamente un siglo, se me ocurrió escribir un libro. Sabía que nunca tendría hijos, al menos naturales. Por mucho que lo quiera, nunca follaré con una lesbiana y, siendo sincero, no creo que ninguna de ellas escoja mis genes para una donación de esperma. Por otro lado, plantar un árbol en Madrid es algo bastante complicado, a no ser que seas socio honorario de Greenpeace, aparte de que más tarde o más temprano lo talará el alcalde. Así que sólo me quedaba escribir un libro.
Pasé semanas dándole vueltas a docenas de historias, pero ninguna me parecía tan interesante como para llenar 200 páginas y perder varios meses con ella. Entonces recordé lo que un amigo me había dicho hacía poco tiempo: “chaval, tu vida es como una telenovela mejicana”. Empecé a escribir sobre mí, y me salió una novela casi sin querer. Por supuesto, quedó algo deslabazada, con personajes algo incompletos, y alguna que otra situación inconclusa y bastante enloquecida. Pero qué coño, era mi vida. Ahora quizá duele pensar que por aquel entonces tenía una vida deslabazada, incompleta, inconclusa, enloquecida, pero en el momento en que leí la novela de un tirón, di por hecho que el hijo y el árbol ya no serían necesarios. Alguna otra opción habrá para los gays: supongo que nos conformamos con plantar una maceta y tener un gato.
Pasaron los años, tremebundamente muchos años. La vida te come sin que te des cuenta. Algún extraño tipo de termitas va conquistando tus órganos y los va royendo tan poco a poco que, cuando te das cuenta de lo que pasa, ya es demasiado tarde, y sólo te quedan un corazón univentricular y un cerebro mononeuronal. Dejé el trabajo, que es lo peor que ha inventado el ser humano, y después de mucho tiempo, me dediqué a autosanarme.
Como mucha gente sabe, la escritura es mágica. Curativa, medicinal, beneficiosa. Cuando escribes, es como si todas las mañanas te tomaras un buen zumo de ginseng. Puritito conejito Duracell, oiga. En ocasiones, hasta se me olvida el nombre de esa empresa de termitas en la que trabajé, tremebundamente, demasiados años.
Pero tenía un problema. No quería escribir otra vez sobre mí mismo. Realmente, no tenía mucho que contar. Pero esta vez no me hicieron falta semanas para que se me ocurriera algo. Releyendo mi web-blog –hay que ver lo que inventa la ciencia- vi aquella entrada en la que hablaba de la primera vez que me hice un análisis de VIH.
Por aquel entonces, en Madrid sólo había dos sitios donde los hacían. Cuando llegué a la clínica me hizo pensar en alguna novela gótica llena de monstruos inhumanos que se alimentaban de carne humana. Era un edificio antiguo, de los muchos del siglo XIX que hay por el centro, con un ascensor viejo con puertas de hierro forjado, y una escalera de mármol gastadísimo rodeándolo. Pasillos que eran vericuetos, salas de espera pequeñitas y atestadas. Yo pensaba que sería un mero trámite: sangre, una ficha, una fecha. Pero no. Aquella mujer me hizo sentarme para rellenar un formulario, y después me hizo un tercer grado: uso de condón, actividades de riesgo y, finalmente, la pregunta peliaguda:
- ¿Con cuántas personas ha mantenido relaciones sexuales durante el último año?:
A/ Menos de 10.
B/ Entre 11 y 50.
C/ Entre 51 y 100.
D/ Más de 100.
Tragué saliva y, como nunca me ruborizo, no me ruboricé, pero noté el calor en el cuello y las orejas, y un estúpido tic en un muslo. Ella me miraba, inquisitivamente aburrida. Le aguanté la mirada, por mis santos cojones, no te jode, cuando respondí.
No me gusta la letra “D”. Nunca doy pie con bola con ella cuando juego a Stop, excepto con la consabida Dinamarca, que me hace ganar cinco puntos en lugar de diez.
Pasé las tres semanas que tardaron en darme los resultados pensando en esos “Más de 100”. Pensé en el cuarto oscuro de Cruising. Pensé en los cuatro tíos con los que follé la primera vez que fui a una sauna. Pensé en aquel niño suave, encantador, cariñoso, tierno, que desapareció del mapa después del segundo polvo. Pensé en aquel florista seropositivo con el que estuve enrollado un mes y medio sin saber que lo era, al que le gustaban los tríos.
Cuando me dieron los resultados, pensé en la suerte que tenía.
Todo aquello estaba en el blog, en mi cabeza, en mis recuerdos. Y todos aquellos hombres estaban en la punta de mi bolígrafo chillando, pidiéndome a voces que hablara sobre ellos, sobre lo que me habían contado después de follar, fumando en la cama, o antes de un polvo, tomando un café en el Figue.
Y me puse a escribir.
A veces, es una suerte que te toque la “D”.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ansioso esperaré que vayas desgranando los siguientes capítulos. Me muero de ganas de leer las historias de esos hombres entrecruzadas con la tuya.

Yo tampoco tendré hijos, aunque ya se sabe, dios nos da sobrinos.
De libros nada de nada tampoco, pero sí he escrito varias obras para coro mixto a capella, eso puede valer, no?
Árboles sí he plantado, y tomateras y habas y berenjegas y calabacines ...

Besicos!!!

Isi dijo...

Pero qué bien escribes, coño!

Si criar hijos se te da igual de bien....¡¡intenta lo de la lesbiana o algo!!!.

Besos obesos guapetón

MadRod dijo...

Lux: No me hables de sobrinos, que sólo me dan disgustos! Ayyyymad-dre!
Uys! ¿Escribes música? Játetú... ya sé a quién pedirle las canciones baratas cuando yo también sea una diva del pop!
Isi: ni de coña, amorl. Tengo muy mala milk pa tener niños propios! XD