sábado, 21 de marzo de 2009

De amor y sexo (y otras sandeces), 19

SABER POPULAR, 3: "DE ESTE AGUA NO BEBERÉ"

Félix escuchó atentamente, desconcertado, el timbre del teléfono. Desde que le habían trasladado a Madrid, hacía ya casi un año, estaba desubicado. No había nacido para vivir en un sitio tan enorme, en el que había tantísimo ruido, en el que se tardaba lo que se tardaba para ir de un sitio a otro. Añoraba el pueblo.
Se centró en el sonido y recordó la imagen del teléfono junto a la puerta de la calle. Como siempre, le preguntó un “¿Diga?” al aire de su portal a través del telefonillo. Lo colgó, riéndose de sí mismo, y respondió al teléfono.
- ¿Félix?
- Hola, guapo.
- Hola, cariñete. ¿Qué tal el día?
- Tranquilote. Ya he terminado.
- ¿Si? ¡Qué pronto! ¿Nos tomamos un café?
- Claro.
- ¿Te parece a las 6? ¿En el Figueroa?
- Vale. Me ducho y voy.
- Mmh, si. Con ese gelecito que tienes que huele a menta...
Félix sonrió.
- Picarón.
- No, sólo higiénico. Me encanta tu cuerpecito oliendo a limpio.
- Y a mí el tuyo, cabrito. Huela como huela.
Cuando se metió en la ducha estaba empalmado, pensando en la noche que pasaría con Alfredo.
Como siempre, calculó mal. Llegó veinte minutos tarde. Al abrir la puerta del café, le dio la impresión de que todos los comensales le miraban, con una ceja alzada y el dedo índice golpeando sus relojes. Alfredo estaba leyendo el Vanity Gay, así que ni se dio cuenta de la llegada de Félix hasta que éste se agachó frente a él para darle un beso.
- Hmm... ¡hola! Me gusta ese saludo.
- Anda, hazme sitio.
Le había costado dos meses besarle en público, pero al fin se había dado cuenta de que en Madrid nadie se fija en las demostraciones de cariño de dos hombres. O al menos, si se fijan no lo dicen, no insultan, no critican. En definitiva, nadie conoce a nadie y a nadie le importa lo que hagan los demás.
- Me ha llamado Fidel.
- ¿Y?
- Ha quedado con su chico y con Juanjo para cenar. Que nos apuntemos.
- Vale. Pero podemos ir al cine mientras, ¿no? Hace semanas que no vamos.
- ¿No llegaremos tarde? Tenemos que estar en el chino a las nueve y media.
- Seguro que ponen algo a las siete en el Acteón.
Vieron uno de esos dramas románticos en que desde el principio sabes que ella se está muriendo. Alfredo, que era un blandorro, le cogió la mano en cuanto oyó la palabra cáncer, y se pasó llorando prácticamente una hora. Félix explotaba de felicidad por dentro.
Llegaron a tiempo al restaurante, pero Juanjo ya estaba allí con su sempiterna Coca-Cola. Besitos, risitas, sillas.
- Los niños llegarán un poco tarde, ¿vale?
- Vaya, qué raro en ellos –rió Alfredo-. Lo raro sería que llegaran a la hora.
- Bueno, al menos hoy han avisado.
- Está bien eso de que los amigos te avisen de que van a echar un polvo.
- Uff, qué va –bufó Juanjo-. A Fidel le ha salido una misa en el quinto pino.
Félix abrió enormemente los ojos y fulminó a Juanjo.
- No jodas... ¿un funeral o algo? –preguntó Alfredo.
- No..., qué va –inventó Juanjo, mirando a la servilleta-. Cuando tiene que ir a ver a un paciente a su casa, siempre dice que “tiene una misa”.
Félix torció la boca, con dos dagas en lugar de ojos.
- Vaya, ¡psicólogos! –Alfredo besó a Félix en el cuello-. Menos mal que a mi chico no le hacen eso los “pacientes”.
- Es que yo no soy psicólogo, peque. Soy consejero.
Alfredo le miró a los ojos, deshaciéndose poco a poco de amor y culpabilidad.
- Algún día me explicarás qué es eso de consejero.
- Tú cuando necesites consejo, me lo pides, que se me da muy bien.
Fidel y Antoine llegaron, como siempre, de la mano. Aún le sorprendía –gratamente, por supuesto- que Fidel fuera tan abierto con su sexualidad. Le estaba costando menos asumir su condición y su situación gracias a la ayuda de Fidel, su primer amigo en Madrid.
Se habían conocido en un chat de ciber-sexo. Hasta éso le había costado al principio. Se había sentado en la pantalla más escondida de un ciber-café y había pasado veinte minutos intentando inventar un nick que no lo dijera todo, pero sí lo suficiente. Al final había entrado como Celibe38. Fidel, que usaba su nombre como nick, le asaltó en seguida. Después de un buen rato de conversación cachonda, Félix dijo que se tenía que ir. Pero Fidel le había sorprendido adivinándolo todo.
- ¿Cómo lo has sabido?
- Tenemos una manera especial de hablar de sexo. Como si todo lo que dijéramos fuera pecaminoso. Estamos salidos como el que más, pero aún nos avergüenza reconocerle al otro tío que estamos empalmados.
Quedaron para tomar un café en el mismo ciber en que estaba Félix. Aprovechó el ratillo que tardó Fidel en llegar para meterse en el servicio y hacerse una paja. Quería hablar tranquilamente con aquel hombre. Estuvieron juntos hasta casi media noche. Para ese momento, Fidel le había convencido de que no era un anormal por desear a otros hombres. Ni siquiera por desear.
Por primera vez en treinta y ocho años, Félix hizo el amor con otro hombre. Cuando Fidel le desnudó, despacio, buscando cada rincón de su cuerpo y, finalmente, acarició su polla, creyó que moriría allí mismo. Pero no se murió. Sólo se corrió. Fidel se alarmó cuando vió que empezaba a llorar.
- Tranquilo, tranquilo..., no pasa nada –le susurró, mientras le acunaba suavemente en un abrazo.
- Sí que pasa, Fidel. Es lo más bonito que he vivido nunca.
Fidel sonrió y le besó en los labios.
- Pues prepárate, porque no ha sido más que el principio.
Quizá lo disfrutó tanto porque sabía que nunca habría nada entre ellos. Fidel le había dicho que tenía un novio francés que vivía seis meses en cada país, y que se habían dado libertad para disfrutar del sexo por separado. Pero el tiempo que pasaban juntos se convertían en la pareja más fiel y cerrada que pudiera encontrarse.
Por la noche, tumbado en la cama de Alfredo, le dio un arrebato de sinceridad.
- ¿Sabes? Fidel fue mi primer hombre.
- ¿Hace cuánto que os conocéis? ¿También vivía en Cuenca?
Le dio un poco de vergüenza, pero lo dijo.
- No, cariño. Le conocí al llegar a Madrid, hace un año.
- ¿Un año? ¿Quieres decir que eras... hetero?
Félix rió, encantado y más relajado.
- No, hombre, quiero decir que era virgen.
Alfredo rió a carcajadas, pero Félix no. Se le quedó mirando, esperando a que se diera cuenta de que hablaba en serio.
- ¿Virgen? ¡Venga ya! –Alfredo se apoyó en un codo y le miró con los ojos como platos- ¿Virgen a los 40, como la peli?
- Si –respondió, divertido-, como la peli.
Se miraron, los dos con una sonrisa nerviosa. Alfredo no sabía si violarle o salir corriendo.
- No sé qué me pone más cachondo, si que te acostaras con Fidel o que fueras virgen anteayer.
- ¿Cachondo? ¿no te enfadas?
Alfredo volvió a reír.
- ¿Por qué me iba a enfadar? Lo encuentro de lo más normal. Bueno, al menos lo de que te acostaras con Fidel. Está buenorro, el cabrón. Pero no sabía que le ponía los cuernos a Antoine.
- Bueno, no es exactamente que le ponga los cuernos. Es una historia más..., bueno, ya te lo contaré otro día.
- Si, mejor me lo cuentas otro día. Ahora vas a tener que trabajar, porque te estoy imaginando dándole por culo y mira cómo me estoy poniendo...
- En realidad fue él quien me dio por culo a mí.
Alfredo jadeó y abrió de nuevo los ojos como si le doliera cerrarlos.
- ¿Cómo? ¿Que él te dio por culo a ti? –siguió jadeando mientras empezaba a masturbarse-. Cabronazo, fóllame. Fóllame ahora mismo.
Después, sudado, con el corazón aún desbocado y su novio besándole todo el cuerpo, se sintió de nuevo feliz.

- Ya te dije que no podía quedarme todas las noches, cariñete.
Alfredo le miraba enfurruñado, sentado en la cama con las piernas cruzadas.
- Jo, pero es que hace dos semanas que no te quedas.
- Tengo guardia –replicó, con voz cansada. La expresión de Alfredo cambió a una de enfado.
- Joder, ¡pero es que siempre te toca a ti?
- La semana que viene me quedaré todas las noches, ¿de acuerdo?
- Bah –otra vez mohines de niño pequeño-, la semana que viene me habrás dejado por otro.
- La semana que viene, chiquitín -susurró, acariciándole el cuello-, hacemos seis meses.
Alfredo le miró de hito en hito, ahora risueño, guiñando un ojo, mordiéndose el labio. Félix pensó que se derretiría. Le volvía loco aquella carita tan infantil e inocente en unas ocasiones, tan morbosa y deslenguada en otras.
- ¿Entonces no me vas a dejar por otro?
- No te voy a dejar por otro.
- ¿Y me quieres?
- Te quiero.
Los dos se dieron cuenta de que era la primera vez que lo decía. Algo estalló en sus tripas y se lanzó sobre Alfredo, abrazándole como si la vida le fuera en ello, anudando sus cuellos, sus piernas.
- Te quiero, te quiero, te quiero... –repitió, incrédulo.
- Joder, y yo a ti.
Permanecieron abrazados un rato, murmurando quién sabe qué, susurrándose carne y sangre, anudando lo que no sabían si tenían o no.
- Me tengo que ir, Fredy.
- Vale, vale, ya lo sé. Pero te vas sólo porque soy un niño bueno.
- Voy a ducharme. Y tú mientras tanto, como el niño bueno que eres, vas a rezar tus oraciones, ¿vale? Las cuatro esquinitas, el jesusito de mi...
- Eh, eh, papá, que ya soy mayor.
- ¿Y qué? –preguntó, camino de la ducha- ¿que ahora rezas el credo?
- No, papá, ya no rezo. Papi, desde que me obligaste a confirmarme no he vuelto a rezar nada.
Félix miró desde la puerta del cuarto de baño y empezó a formar una vocal con los labios, pero no dijo nada y se metió en la ducha.
- ¿Te molesta? –berreó Alfredo desde la cama, pero Félix se hizo el sueco. La cortina se abrió un palmo de repente y dio un respingo.
- Dios, qué susto.
- Perdona –se disculpó la sonrisilla de cinco años-. Te preguntaba que si te molesta.
- ¿El qué? No me molesta nada tuyo.
- Que si te molesta que sea ateo. Has puesto una cara muy rara, pero vamos, sé que hay maricas que votan al PP, así que también los tiene que haber creyentes.
- No me molesta, cariñete. Pero mejor no hablamos de ellos. Cuando se entra en temas religiosos siempre se acaba discutiendo, como con la política y los toros.
- Uff, entonces tú eres creyente, de derechas y te gustan los toros, ¿no?
Le estaba entrando una arritmia considerable, pero con una pregunta directa no podía mentir. Nada de lo que le había dicho hasta entonces era mentira, realmente.
- Si, cariñete, soy creyente. Y practicante.
- ¿Practicante? ¿Vas a misa y todo eso?
- Si, todos los días. Pásame la toalla grande.
- ¿Todos los días? –el tono había sido un tanto estridente, y Félix deseó salir corriendo - ¿Me tomas el pelo?
- No, cariñete. Lo digo en serio.
Alfredo observó cómo se secaba su novio, por primera vez con una mirada de desconocimiento.
- ¿Pero queda gente que vaya todos los días?
A pesar de haberse duchado con agua fría, se le encendieron las orejas.
- Vamos a dejarlo, ¿eh?, no quiero discutir.
- Pero cariño, si no es discutir. Sólo es curiosidad.
- ¿Malsana?
- No, de la simple. Nunca he creído en nada. Ni en dios, ni en religión alguna, ni mucho menos en la Iglesia, que me parece uno de los estamentos más hipócritas que existen.
Félix colgó la toalla en la barra de la cortina y salió sin decir nada más, buscando su ropa.
- Perdona –Alfredo le siguió mientras se movía por la habitación-. Perdona, en serio. Respeto tus creencias, es sólo que no las entiendo.
- Bueno, pues mejor hacemos como te dije antes: no hablar de ello.
- Vale, eso sí lo entiendo. Todos tenemos derecho a guardarnos algo para nosotros mismos. Pero me perdonas, ¿no?
- Claro que sí, bobo.
- Dame un beso. Si no, no te creo.
- ¿No me crees? Yo soy como Mayra Gómez Kemp: nunca miento –se abrazaron, uno completamente vestido, el otro del todo desnudo.
- Hmm, no sé yo. Mira la sorpresa que me has dado. ¿No será que, como ella, tampoco lo puedes decir todo?
- Oye, que tú también me has sorprendido a mí, so ateo. Además, ésto no es mentir, es no decir toda la verdad.
- Pero es lo mismo, ¿no? Y mentir es de pecadores...
- No, cariñete, ésto no es mentir. Te lo digo yo. Esto es callar, y callar es de santos.
- Menudo santo eres tú –se besaron suave-. ¿Desde cuándo los santos tienen un cuerpo para el pecado, como éste?
Se relajó por fin. Rió, que era lo que más le gustaba de estar con Alfredo, las risas.
- ¿Es que no has visto nunca a San Sebastián, el patrón de los gays? Estaba buenorro...
- ¿Eso se puede decir? ¿No es una blasfemia?
Félix volvió a reír, a carcajadas. Le besó otra vez.
- Tú sí que eres una blasfemia. Eres tan hermoso que resultas un insulto para los ángeles.
Alfredo gimió y sintió que le temblaban las rodillas.
- ¿Te he dicho ya que te quiero?
- Si, me lo has dicho –se notó más ancho que un armario de cuatro puertas-, pero dímelo otra vez.
- Te quiero –beso-, te quiero –beso-, te quiero...

- Fredy, es tu padre. Aunque sólo sea por respeto...
Los cuatro le observaban desde el otro lado de una mesa de cincuenta metros, como si fueran un jurado inquisitorial.
- ¡Que no! Él no me respetó nunca. Ni mi sexualidad, ni mi falta de creencias religiosas, que es por lo que no voy. Nada de mi vida, ni mis estudios, ni mi trabajo... No le debo nada, ni siquiera un respeto.
- Si no vas a tu madre le da un patatús.
- Mi madre sabe lo que pasa. Y sabe que iré al tanatorio y le velaré lo que sea necesario. Pero ni misa, ni entierro. Lo siento.
- No creo que sea necesario ser tan radical, cariñete –Félix le acarició el cuello, ese gesto que convertía a Alfredo en un cachorrito-. Tómatelo como una de tantas obligaciones.
- Félix, amor, en serio... La conciencia me obliga, la inteligencia me obliga. Hay muchas cosas que me obligan a hacer cosas que no quiero, pero la última de todas ellas es la religión de otras personas. ¿Puedes entender eso? ¿Puedes respetarlo?
- Lo respeto, cariño –Félix hablaba despacio, bajito, como si de hecho estuvieran en un velatorio-. Lo respeto más de lo que imaginas. Pero piensa sólo una cosa: ¿a ti no te gustaría que todo el mundo te despidiera en tu entierro civil?
- A mí me cremarán.
- Lo cual no quita toda la parafernalia.
Alfredo se hundió en el sillón de la sala de espera del hospital y suspiró.
- Legalmente –dejó caer las palabras- no puedo asistir.
- ¿Qué significa eso?
- Félix, cariño, apostaté hace dos años.
- ¿Que tú qué?
Félix abrió mucho los ojos y miró de soslayo a Fidel, que tenía la misma cara de incredulidad. Mientras esperaba una respuesta se mordió la lengua, los labios, los carrillos, hasta que notó un dolor agudo y el sabor acre de la sangre.
- Ya sé que debería habértelo dicho antes. Y sé que no soy la mejor pareja para un creyente.
- ¿Cgeillente? –preguntó Antoine, y cuando estaba a punto de decir algo más, Fidel le pellizcó el muslo con toda la mano y, sin dar tiempo a su novio para seguir, exclamó:
- Eso es lo de menos. Ya está, no pasa nada. No tienes por qué ir si no quieres. Da igual tu situación. No hace falta. Pero habla con tus hermanas y con tu madre. Es difícil para ellos, todo el mundo preguntará por ti.
Con los codos en la mesa, Alfredo se frotó los ojos y la cara, y le susurró a las palmas de sus manos:
- Ya lo sé. ¿Crees que no he pensado en mi madre? Pero el primero con quien debo ser honesto es conmigo mismo.
- Cariñete, la honestidad no te va a dar de comer.
Se arrepintió enseguida del comentario.
- No, lo sé. Pero la falta de ella sí que me puede quitar las ganas de comer, ¿verdad?
Todos callaron durante un par de minutos.
- ¿Quieres que vaya en tu lugar?
Alfredo frunció los labios.
- Cariño, te lo agradezco muchísimo, pero imagínatelo. Todo el mundo preguntando quién eres, y sin poder decir la verdad...
- Te lo digo porque puedo ser útil. He asistido a muchas personas en estos momentos.
- ¿Y qué hacemos? ¿Te presento como mi novio? ¿Como a un amigo que va al entierro de mi padre mientras yo me quedo en casa? No, gracias.
- Venga –dijo Fidel-, dejadle tranquilo. Si no puede, no puede. A mí me costó un mundo dar la misa de mi padre.
Se quedó congelado un momento, al igual que Antoine, Juanjo y Félix, pero Alfredo no pareció darse cuenta ni de lo que su amigo había dicho, ni del incómodo silencio posterior.
- De todo ésto lo que más me jode –dijo, comenzando a sollozar-, es que me doy cuenta de que realmente le odiaba. Esperaba que con su muerte cambiara algo, que pudiera perdonarle, decirle a mi madre que en realidad le quería, que le voy a echar de menos, pero no es así, no es así...
Félix se estiró todo lo que pudo desde su sillón y le abrazó. Le dejó sollozar unos minutos en su hombro mientras los otros les miraban en silencio, acongojados.
- Anda, vámonos a casa. Si vas a ir mañana al tanatorio tendrás que dormir un poco.
- Lo siento, chicos –dijo Alfredo entre hipos-. Muchas gracias por venir. Sois lo mejorcito que hay.
Le volvieron a abrazar, especialmente Juanjo, al que se le escaparon unas lagrimitas porque no soportaba ver sufrir a los suyos.
- Chiqui, vete tú. Mis hermanas y mi madre tienen que estar al caer y no me puedo ir.
- Vale. Pero me quedo contigo.
- No, Félix. No es momento de presentaciones.
- Fredy, cariño...
- Que no, de verdad. Estoy bien, en serio, pero mejor que esté solo cuando lleguen.
- Os podría ayudar a arreglar los papeles. Estoy acostumbrado.
Alfredo le miró como si le hablara en otro idioma.
- Te quiero, cariño.
- Y yo a ti.
- Pero vete. Estaré en casa a la hora de la cena, ¿vale?
Félix le abrazó. Tenía más ganas que nunca de soltarlo todo. Le besó y se marchó.

- Hola, cariñete. ¿Estás bien?
Alfredo se desanudó la corbata y se quitó la chaqueta mientras Félix soltaba el libro que estaba leyendo y se levantaba para darle un abrazo.
- Sí, pero es la última vez que piso una iglesia, te lo juro. No sé por qué he dejado que me convencieras.
- No te he convencido yo, sino el cariño que le tienes a tu madre.
- Lo que sea.
Se dejó caer en el sofá y Félix se arrodilló frente a él para quitarle los zapatos. Después se sentó a su lado y dejó que se acomodara en su regazo.
- ¿Tan mal ha ido?
- No es que haya ido mal. Ha ido como tenía que ir. No soporto a esos gilipollas soltando estupideces sobre la vida eterna y la derecha del padre.
Félix sintió que se le encogía el estómago.
- Cariño, sólo dicen lo que tienen que decir en esos momentos, para que los familiares se puedan sentir un poco mejor.
- Pues yo no me siento mejor. Es todo una patraña. Ya sabes: droga para la plebe.
- Cielo, para los creyentes es lo mejor que se les puede decir: confirmarles sus creencias. Hacerles saber que la persona a la que no volverán a ver aquí les espera en otro sitio.
- ¿Hacerles saber? –Alfredo se incorporó y le miró fijamente, con toda la cara fruncida- ¿Hacerles saber? ¡Qué hipocresía! ¡Nadie lo sabe! ¿Es que no lo entiendes?
A Félix empezaba a temblarle la barbilla, pero era de nervios. “Tranquilo”, pensó, “tranquilo, que no es el momento”.
- No se trata de saber, niño, sino de creer, de tener esperanza.
Alfredo se levantó y comenzó a quitarse el resto de la ropa. El traje gris, prestado por su novio, le estaba bastante grande.
- No te olvides de quitarle los alfileres a los bajos –susurró, mientras se quitaba los pantalones con cuidado. Con sólo la camisa y el enorme chaleco parecía un niño pequeño al que estuvieran vistiendo para una fiesta de disfraces.
- Cariño, nadie te pide que creas, ni nada semejante. Sólo que lo respetes.
- ¿Y por qué lo voy a respetar? ¿Sabes lo que me ha dicho el hijo de puta del cura ese? Que cómo tenía la cara de presentarme allí, que no debería haberme dejado entrar, pero que no había hecho nada por no aumentar el dolor de mi madre. ¿Es eso respeto?
- Seguro que es un viejo con ideas recalcitrantes. Los jóvenes no son así.
Alfredo no se dio por vencido. Se fue al dormitorio berreando.
- Y en la homilía o como se llame eso, el muy cabronazo ha pedido una oración en nombre de las hijas del difunto... ¡sus hijas!
- Tranquilízate, por favor. Ellas han pagado por é
so y el funeral.
- No puedo tranquilizarme. Nadie en el mundo me parece más hipócrita que un cura.
Félix hizo un esfuerzo enorme, pero finalmente no aguantó. Ya no podía seguir así.
- Pues casi vives con uno.
Alfredo se asomó a la puerta de la habitación con una camiseta a medio poner.
- ¿Qué? ¿Qué significa eso? Por ser creyente no vas a ser igual que ellos.
- No es que sea como ellos. Es que soy uno de ellos, Fredy. Soy uno de esos hipócritas hijos de puta que mienten a la buena gente como tú.
Terminó de colocarse la camiseta mirándole fijamente. Se atusó el pelo, se peinó la barba con los dedos, se estiró las perneras del bóxer, mirándole fijamente. Como no sabía qué decir, ni realmente quería entender aquello, volvió a meterse en el cuarto. Estaba tumbado en la cama boca abajo cuando Félix entró, abrazado a la almohada.
- Cariño, por favor, vamos a hablar esto, ¿vale?
Alfredo tosió y se aclaró la garganta.
- ¿Eres cura?
- Soy sacerdote. Me ordené hace casi siete años. Y nunca había estado enamorado hasta que te conocí.
- ¿Y qué más tengo que saber?
Félix dudó un momento, pero ya no podía dar marcha atrás.
- Tengo un hijo de trece años. No me casé con su madre. Fue una metedura de pata de los dos, una noche de borrachera. Nadie más sabe que existe, sólo mi madre, pero le adoro.
Oyó sollozar a su novio, aún abrazado a la almohada, un gemido casi inaudible.
- Sigue. No sé por qué pero estoy seguro de que hay más.
- Sigo, pero mírame, por favor.
- No.
- Por favor... –puso una mano en su hombro, pero Alfredo se la quitó de una sacudida. Con desgana, se sentó frente a Félix con las piernas y los brazos cruzados.
- Sigue. Ya te estoy mirando.
Lo que menos esperaba Félix era que en ese momento no pudiera mirarle a la cara.
- Estuve tres años visitando a un psicólogo que no logró convencerme de que la homosexualidad no es una enfermedad. Fue entonces cuando decidí hacerme sacerdote, creyendo que así lo solucionaría.
Se calló, dando por entendido el resto. Alfredo le clavaba ahora la mirada de una forma casi dañina.
- Y ahora me vas a decir que esto no es hipocresía, ¿no? Que nunca me has mentido, ¿no?
- No te lo había dicho por miedo, Fredy. Porque tenía pánico a cómo reaccionarías, a que ni siquiera quisieras nada conmigo si lo sabías desde el principio.
- A lo mejor si hubieras sido sincero desde el principio no estaría tan asqueado. Lo habría preferido. No soporto que me mientan.
- Trata de entenderme, cariño. Me muero de miedo, he pensado ya varias veces en dejarlo, sobre todo desde que estoy contigo, porque...
- No me cuentes monsergas Félix ...si acaso te llamas así.
Félix dejó caer la cabeza, clavando la barbilla en el pecho y empezó a llorar.
- Me llamo Felicísimo.
- Madre mía. Esto es lo último.
- Perdóname, por favor.
Alfredo saltó de la cama. Félix le agarró de una muñeca, pero se volvió a soltar, esta vez con furia.
- Vives una puta mentira –escupió, casi con asco-. Todo tú eres una mentira. Quiero que te vayas.
- Fredy, por favor, por favor...
- Que te vayas. Y llévate tus cosas.
- Alfredo...
- Me voy a tomar un café. Tienes una hora. Ni se te ocurra estar aquí cuando vuelva.
Cogió las llaves y se fue. Ni siquiera dio un portazo.
Félix se quedó sentado en la cama, llorando, limpiándose los mocos con un calcetín usado de Alfredo.
Cuando se tranquilizó un poco, agarró la cruz que colgaba de su cuello y la arrancó de un tirón, dejándose una rozadura en la nuca.
- Hijo de puta –susurró, mirando a la cruz. Destilaba veneno puro.
Tiró la cruz sobre la cama. Se levantó y deambuló por la habitación, cogiendo una foto enmarcada. Después fue al salón. Se quedó en medio, de pie, mirando nada en concreto. Abrió la puerta de la terraza y se apoyó en la barandilla, viendo una ciudad borrosa, llena de neones de colores, tras un mar de lágrimas. Miró a la calle y se vio claramente, cinco pisos más abajo, hecho un amasijo de carne en la acera.
- Hijo de puta –volvió a susurrar, ésta vez al vacío, con la foto pegada al pecho.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder :-(

MadRod dijo...

No todo en este mundo son lentejuelas...

Anónimo dijo...

Lo sé, pero coño ... ains, no me gustan estas cosas ni en la ficción, jate tú :-(

Y vale, no todo son "lentejuelas", pero porque no queremos, hale.

Besicos.

MadRod dijo...

Que yo quiero! Lo que me gusta a mí un brillo, un lamé, un taconazo... ;)

Anónimo dijo...

Pues eso, lo que yo digo, que siempre hay opciones, caminos, lentejuelas que ponerse ...

;-)