SABER POPULAR, 6: "ES SUEÑO, Y LOS SUEÑOS..."
El otro día soñé que morías. El día de tu cumpleaños. Te cuento primero éste porque fue el sueño más tonto de todos los que he tenido, pero no ha sido el único. Mira, cuando tuve el tercero, empecé a apuntarlos en este cuaderno.
Bueno, que era el día de tu cumpleaños, y tú llegabas esa noche de tu viaje a Barcelona. Dos semanas sin ti; habían sido tan extrañas. Las había vivido como en una nebulosa, flotando. No sabía exactamente qué hacer aparte de trabajar. No sabía qué hacer sin ti para decírmelo. Me sentía más inútil que de costumbre, y a la vez..., no sé cómo decirlo.
El caso es que me dormí enseguida después de que me follaras. A las tres y media desperté, casi chillando, exaltado, sudado, aterrorizado, sólo para comprobar que roncabas tan exageradamente como siempre. Había visto tu cara en una neblina. Sólo tu cara, sin saber si era día o noche, ni dónde estabas. Mirabas concentrado al frente, pero sin verme a mí, que estaba frente a ti. Con algún movimiento escondido tras la nube, ponías música. Sé que la ponías tú porque era tu puto disco de Extremoduro. Siempre has sido un maricón extraño. También encendías un cigarro, que dejabas en los labios y te fumabas entero sin tocarlo con las manos, guiñando los ojos. De repente se oía un ruido inesperado, una explosión sorda, ponías cara de sorpresa y hacías movimientos extraños. La niebla iba desapareciendo, y te veía agarrando el volante con fuerza, intentando controlar los bandazos del coche sin conseguirlo. Yo permanecía sentado en el capó, observando tu cara de pánico. Ibas demasiado rápido. Siempre te he dicho que conduces demasiado rápido. Entonces me fijaba en que no llevabas el cinturón puesto. Finalmente, perdías el control del coche, que en uno de los bandazas se puso casi de lado y empezó a dar vueltas de campana sin salirse de la carretera. Yo seguía viéndote, sentado en el capó, sin afectarme el movimiento. En la primera vuelta se abría el air-bag en un milisegundo, aplastando tu cuerpo contra el asiento. Soltabas el volante y luchabas por quitarte el air-bag de encima, consiguiéndolo casi. Después se rompía el respaldo de tu asiento, y salías despedido al asiento de atrás. Quizás el cinturón de seguridad te abría sujetado por las piernas o algo, si lo hubieras llevado puesto. Siempre te he dicho que debes ponértelo y no me haces caso, por cierto. Así que el air-bag perdía toda su efectividad. En la segunda vuelta te habías convertido en un muñeco zarandeado por la fuerza centrífuga. Extendías brazos y piernas, intentando encontrar algún apoyo, pero una sacudida lateral te lanzaba contra una puerta, rompiéndote un brazo contra ella. El hueso del codo rasgaba la carne y salía a través de ella sanguinolento. Y yo seguía en el capó, sentado, sin poder hacer nada por ti, viendo tu cara de dolor exacerbado y de terror, una cara nueva para mí que se me clavaba en el alma. En la tercera vuelta, no sé cómo, te habías roto las dos piernas, y volaban sobre ti como si tus pantalones estuvieran llenos de paja. Una de ellas se salía por una ventana justo en el momento en que el coche caía sobre ese lateral y la machacaba entera contra el suelo. Otra vuelta entera y sólo podía fijarme en tu pierna, volando a través de la ventana, como una bolea argentina. El coche caía entonces del revés, y medio techo se aplastaba completamente, aprisionando la pierna en un hueco imposible de unos centímetros, casi cortada. Finalmente, el coche se paraba, quedándose apoyado en el otro lateral. Tú colgabas de tu pierna aprisionada, cabeza abajo. Parecías estar tumbado en el asiento de atrás. La sangre te chorreaba por la cara, y gemías a Dios, con una respiración que sonaba a gárgaras. Permanecías así una eternidad, ahogándote en tu propia sangre, sin poder mover ni un dedo por tener todo el esqueleto destrozado. Entonces sonaba un crujido y el coche se movía. Un ángel piadoso lo empujaba, de modo que daba un último cuarto de vuelta. El resto del techo se aplastaba al caer contra tu cabeza, que estallaba como lo haría una sandía que se tira desde un quinto piso.
Yo, sentado en el capó, miraba al ángel y le sonreía agradecido.
Pero tú roncabas a pierna suelta, como siempre. Me fui al servicio, vomité toda la cena de cumpleaños y lo que me parecieron litros de bilis y lloré hasta que sonó el despertador.
El más normal. Un simple accidente de tráfico. En el primero que tuve, te ahogabas en una extraña piscina, llena de zumo de naranja con fresas, a la salida de una cueva. La cueva era larga y estrecha, y mis familiares y amigos la recorrían desde el fondo hasta la piscina, empujando y haciendo girar una enorme estructura de metros y metros de barras metálicas, que resultaba ser tu ataúd. Yo era el capataz, dictándoles los movimientos. Luego me sentaba en la silla del socorrista y observaba cómo te ahogabas en el zumo de naranja, tragando fresas enteras.
Otro: tomabas el sol en medio de la calle, como si se tratara de un parque. Un enorme cruce de calles por el que no pasaba nadie, ni un alma, ni un coche. Yo te miraba desde un piso muy alto y te saludaba mientras oía un ruido horrendo sobre nuestras cabezas. Justo al levantar tu mano, un gigantesco avión caía al principio de la calle, aplastando contra el suelo sus trenes de aterrizaje y se arrastraba cientos de metros. Cuando se te llevaba por delante, los dos seguíamos saludándonos.
Otro: estabas sentado en el salón de nuestra casa, recién estrenada, descansando después de montar un mueble. Yo te observaba, apoyado en una pared. Tirada en el suelo estaba una de las antiguas persianas de madera que habíamos quitado. Entonces el rollo se movía, y por un lateral asomaba el morro de un alien. Sí, igualito que el de la película. Tú te levantabas y echabas a correr, pero de repente el salón se estiraba y se estiraba, y la puerta desaparecía en el fondo, y tú corrías a cámara lenta. El bicho te clavaba su cola en la espalda y te levantaba por los aires, chafándote después contra el suelo, mientras tus tripas se desparramaban a tu alrededor. Poco a poco, te cubría con su saliva ácida para ayudar a tu deglución, haciéndote berrear como nunca he oído berrear a ningún ser vivo.
Otro: paseábamos por el parque, junto a la autopista. Cruzábamos la pasarela sobre la carretera, y nos apoyábamos en la barandilla, viendo pasar los coches. La barandilla se desprendía de repente donde tú estabas apoyado, y tu cuerpo caía. Aunque el golpe contra el asfalto habría sido suficiente para matarte, no era eso lo que te mataba, sino un gigantesco camión holandés que pasaba justo en ese momento y contra cuyo morro chocabas. Después te pasaba por encima, y yo veía desde arriba cómo pedazos de tu cuerpo –brazos, piernas, trozos de carne irreconocible- salían disparados por los laterales del camión. Después de desaparecer éste, veía tu cabeza, rodando tras él, llegando hasta el puente de la M-30.
Podría seguir contándote durante horas, pero me tengo que ir a currar.
Hoy no he soñado con tu muerte. Recuerdo el sueño, pero era uno de lo más tranquilo, en que estaba preparando unos filetillos como a ti te gustan: bien finitos, con salsa de limón, cebolla y zanahoria, con un toque de ajo, reblandecidos a golpe de mazo para que estuvieran bien tiernos, porque la última vez que me salieron como una suela de zapato terminaste la noche dándome de ostias, llenándome la espalda de dolorosos moratones y partiéndome una ceja, un labio y un par de dientes con el cenicero de mármol.
Me he despertado tarde. No estabas en la cama. Me he duchado y afeitado. He pensado que te habías ido ya a trabajar, sin siquiera darme un beso. He puesto el telediario de las siete y he encendido un cigarro, sentado en el sofá. Estoy revuelto, así que pensar en café no me hace gracia, pero si no tomo algo a media mañana estaré famélico en la oficina, así que me voy a la cocina.
Ahí están los filetes, junto a un cuchillo jamonero, esperando el fuego y la salsa. Y tú, tumbado en la encimera, desnudo. Te faltan grandes trozos de carne en el pecho y los muslos, y el suelo de la cocina es un lago de sangre. Clavado en tu cabeza, el cenicero de mármol.
Vaya, así que no lo he soñado.
El otro día soñé que morías. El día de tu cumpleaños. Te cuento primero éste porque fue el sueño más tonto de todos los que he tenido, pero no ha sido el único. Mira, cuando tuve el tercero, empecé a apuntarlos en este cuaderno.
Bueno, que era el día de tu cumpleaños, y tú llegabas esa noche de tu viaje a Barcelona. Dos semanas sin ti; habían sido tan extrañas. Las había vivido como en una nebulosa, flotando. No sabía exactamente qué hacer aparte de trabajar. No sabía qué hacer sin ti para decírmelo. Me sentía más inútil que de costumbre, y a la vez..., no sé cómo decirlo.
El caso es que me dormí enseguida después de que me follaras. A las tres y media desperté, casi chillando, exaltado, sudado, aterrorizado, sólo para comprobar que roncabas tan exageradamente como siempre. Había visto tu cara en una neblina. Sólo tu cara, sin saber si era día o noche, ni dónde estabas. Mirabas concentrado al frente, pero sin verme a mí, que estaba frente a ti. Con algún movimiento escondido tras la nube, ponías música. Sé que la ponías tú porque era tu puto disco de Extremoduro. Siempre has sido un maricón extraño. También encendías un cigarro, que dejabas en los labios y te fumabas entero sin tocarlo con las manos, guiñando los ojos. De repente se oía un ruido inesperado, una explosión sorda, ponías cara de sorpresa y hacías movimientos extraños. La niebla iba desapareciendo, y te veía agarrando el volante con fuerza, intentando controlar los bandazos del coche sin conseguirlo. Yo permanecía sentado en el capó, observando tu cara de pánico. Ibas demasiado rápido. Siempre te he dicho que conduces demasiado rápido. Entonces me fijaba en que no llevabas el cinturón puesto. Finalmente, perdías el control del coche, que en uno de los bandazas se puso casi de lado y empezó a dar vueltas de campana sin salirse de la carretera. Yo seguía viéndote, sentado en el capó, sin afectarme el movimiento. En la primera vuelta se abría el air-bag en un milisegundo, aplastando tu cuerpo contra el asiento. Soltabas el volante y luchabas por quitarte el air-bag de encima, consiguiéndolo casi. Después se rompía el respaldo de tu asiento, y salías despedido al asiento de atrás. Quizás el cinturón de seguridad te abría sujetado por las piernas o algo, si lo hubieras llevado puesto. Siempre te he dicho que debes ponértelo y no me haces caso, por cierto. Así que el air-bag perdía toda su efectividad. En la segunda vuelta te habías convertido en un muñeco zarandeado por la fuerza centrífuga. Extendías brazos y piernas, intentando encontrar algún apoyo, pero una sacudida lateral te lanzaba contra una puerta, rompiéndote un brazo contra ella. El hueso del codo rasgaba la carne y salía a través de ella sanguinolento. Y yo seguía en el capó, sentado, sin poder hacer nada por ti, viendo tu cara de dolor exacerbado y de terror, una cara nueva para mí que se me clavaba en el alma. En la tercera vuelta, no sé cómo, te habías roto las dos piernas, y volaban sobre ti como si tus pantalones estuvieran llenos de paja. Una de ellas se salía por una ventana justo en el momento en que el coche caía sobre ese lateral y la machacaba entera contra el suelo. Otra vuelta entera y sólo podía fijarme en tu pierna, volando a través de la ventana, como una bolea argentina. El coche caía entonces del revés, y medio techo se aplastaba completamente, aprisionando la pierna en un hueco imposible de unos centímetros, casi cortada. Finalmente, el coche se paraba, quedándose apoyado en el otro lateral. Tú colgabas de tu pierna aprisionada, cabeza abajo. Parecías estar tumbado en el asiento de atrás. La sangre te chorreaba por la cara, y gemías a Dios, con una respiración que sonaba a gárgaras. Permanecías así una eternidad, ahogándote en tu propia sangre, sin poder mover ni un dedo por tener todo el esqueleto destrozado. Entonces sonaba un crujido y el coche se movía. Un ángel piadoso lo empujaba, de modo que daba un último cuarto de vuelta. El resto del techo se aplastaba al caer contra tu cabeza, que estallaba como lo haría una sandía que se tira desde un quinto piso.
Yo, sentado en el capó, miraba al ángel y le sonreía agradecido.
Pero tú roncabas a pierna suelta, como siempre. Me fui al servicio, vomité toda la cena de cumpleaños y lo que me parecieron litros de bilis y lloré hasta que sonó el despertador.
El más normal. Un simple accidente de tráfico. En el primero que tuve, te ahogabas en una extraña piscina, llena de zumo de naranja con fresas, a la salida de una cueva. La cueva era larga y estrecha, y mis familiares y amigos la recorrían desde el fondo hasta la piscina, empujando y haciendo girar una enorme estructura de metros y metros de barras metálicas, que resultaba ser tu ataúd. Yo era el capataz, dictándoles los movimientos. Luego me sentaba en la silla del socorrista y observaba cómo te ahogabas en el zumo de naranja, tragando fresas enteras.
Otro: tomabas el sol en medio de la calle, como si se tratara de un parque. Un enorme cruce de calles por el que no pasaba nadie, ni un alma, ni un coche. Yo te miraba desde un piso muy alto y te saludaba mientras oía un ruido horrendo sobre nuestras cabezas. Justo al levantar tu mano, un gigantesco avión caía al principio de la calle, aplastando contra el suelo sus trenes de aterrizaje y se arrastraba cientos de metros. Cuando se te llevaba por delante, los dos seguíamos saludándonos.
Otro: estabas sentado en el salón de nuestra casa, recién estrenada, descansando después de montar un mueble. Yo te observaba, apoyado en una pared. Tirada en el suelo estaba una de las antiguas persianas de madera que habíamos quitado. Entonces el rollo se movía, y por un lateral asomaba el morro de un alien. Sí, igualito que el de la película. Tú te levantabas y echabas a correr, pero de repente el salón se estiraba y se estiraba, y la puerta desaparecía en el fondo, y tú corrías a cámara lenta. El bicho te clavaba su cola en la espalda y te levantaba por los aires, chafándote después contra el suelo, mientras tus tripas se desparramaban a tu alrededor. Poco a poco, te cubría con su saliva ácida para ayudar a tu deglución, haciéndote berrear como nunca he oído berrear a ningún ser vivo.
Otro: paseábamos por el parque, junto a la autopista. Cruzábamos la pasarela sobre la carretera, y nos apoyábamos en la barandilla, viendo pasar los coches. La barandilla se desprendía de repente donde tú estabas apoyado, y tu cuerpo caía. Aunque el golpe contra el asfalto habría sido suficiente para matarte, no era eso lo que te mataba, sino un gigantesco camión holandés que pasaba justo en ese momento y contra cuyo morro chocabas. Después te pasaba por encima, y yo veía desde arriba cómo pedazos de tu cuerpo –brazos, piernas, trozos de carne irreconocible- salían disparados por los laterales del camión. Después de desaparecer éste, veía tu cabeza, rodando tras él, llegando hasta el puente de la M-30.
Podría seguir contándote durante horas, pero me tengo que ir a currar.
Hoy no he soñado con tu muerte. Recuerdo el sueño, pero era uno de lo más tranquilo, en que estaba preparando unos filetillos como a ti te gustan: bien finitos, con salsa de limón, cebolla y zanahoria, con un toque de ajo, reblandecidos a golpe de mazo para que estuvieran bien tiernos, porque la última vez que me salieron como una suela de zapato terminaste la noche dándome de ostias, llenándome la espalda de dolorosos moratones y partiéndome una ceja, un labio y un par de dientes con el cenicero de mármol.
Me he despertado tarde. No estabas en la cama. Me he duchado y afeitado. He pensado que te habías ido ya a trabajar, sin siquiera darme un beso. He puesto el telediario de las siete y he encendido un cigarro, sentado en el sofá. Estoy revuelto, así que pensar en café no me hace gracia, pero si no tomo algo a media mañana estaré famélico en la oficina, así que me voy a la cocina.
Ahí están los filetes, junto a un cuchillo jamonero, esperando el fuego y la salsa. Y tú, tumbado en la encimera, desnudo. Te faltan grandes trozos de carne en el pecho y los muslos, y el suelo de la cocina es un lago de sangre. Clavado en tu cabeza, el cenicero de mármol.
Vaya, así que no lo he soñado.
7 comentarios:
A veces los sueños mas terribles son incluso mejores que la realidad mas sórdida.
Son las 0.46, sigo vivo despues del dia de mi cumple; Espero seguir asi algunos años mas, aunque a veces saco de quicio a la gente que tengo alrededor..-)
Tú sácanos de quicio! Oyes, cada cual tiene su encanto! ;)
Eres la leche, joder ...
...
...
... pero mira que eres ...
Bueno, que esta tarde a penas tenìa tiempo y no leí el relato esperando mejor momento. Ahora lo he leído, y te diría mil cosas, (ninguna buena, por capullo) pero es que es tardísimo y no tengo ganas de escribir. Así es que sirvan estas cuatro chorradas para mostrar mi sorpresa y devoción a un tiempo.
Hale.
Besicos.
Hijo, no todo van a ser alegrías y guarreridas españolas! XD Ahora me parece un poco fuerte haberlo puesto, después de haber leído que precisamente esta semana un tío ha asesinado a su ex marido y luego se ha suicidado. Uff.
¿Y sorpresa? ¿Por? Lo de la devoción lo entiendo, medio planeta me adora :D ¿pero la sorpresa?
Pues porque me vas llevando y trayendo con el relato y al final me sales con un final sorpresivo y me quedo asín, estupefacto y eso.
Besicos.
pos deso se trata, hombrededossss! ;)
Si yo no he dicho lo contrario :-p
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